Ecos de Arnaiz (1 de 2)

Mis palabras en el acto de presentación del libro ‘San Ignacio de Loyola: Maestro de la vida en el espíritu’, de monseñor Francisco José Arnaiz, S. J.Esta noche me siento dueño de un altísimo honor. He de traer ante ustedes un…

Mis palabras en el acto de presentación del libro ‘San Ignacio de Loyola: Maestro de la vida en el espíritu’, de monseñor Francisco José Arnaiz, S. J.

Esta noche me siento dueño de un altísimo honor. He de traer ante ustedes un libro estimable: ‘San Ignacio de Loyola: Maestro de la vida en el espíritu’, escrito por monseñor Francisco José Arnaiz. Esta obra hilvana y puntualiza la biografía del vasco sacrosanto que junto a siete compañeros fundara en 1540 la Compañía de Jesús y, asimismo, examina la obra maestra del beato, los ‘Ejercicios Espirituales’: un pequeño libro hoy en día traducido a 19 lenguas, publicado 4,500 veces, con una tirada que rebasa los cuatro millones de ejemplares.

Es como si emergiera ante ustedes de un recóndito y prodigioso hundimiento. Durante las últimas jornadas he viajado rutas insondables. En días recién vividos caminé por trechos ignotos y sorprendentes, por senderos inexplorados y miríficos. A veces conmovido, a ratos exaltado, vagué por los andurriales de la vida, de la obra, de la sustancia misma de San Ignacio de Loyola. Asido a la mano de ese narrador admirable y devoto que es monseñor Arnaiz, fui de Guipúzcoa a Castilla, de Pamplona al castillo de Loyola, de Monserrat a Manresa, de Jerusalén a España, de París a Venecia. Me encajé en la andadura de ese Íñigo López de Recalde de Oñaz y Loyola, de ese mismo que Unamuno consideró el genuino Don Quijote de la Mancha, “el Hidalgo a quien enloquece la mayor gloria de Dios, el arrebolado Caballero andante que salió un día, por los campos de Montiel del mundo, a desfacer entuertos”; de aquel a quien Ludwig Marcuse dijera que “es él, y no Napoleón, el mayor organizador europeo”; y de quien Fulop-Miller señalara que “Él y Lenin son los dos personajes más determinantes en la historia de la humanidad”.

Íñigo es el menor de trece hermanos de una familia vasca acomodada e influyente. Los Loyola son patronos de la parroquia de Azpeitia, Guipúzcoa. Su madre muere al poco tiempo. Su padre lo confía, desde los siete años, al Condestable Mayor del Reino de Castilla, Juan Velázquez de Cuéllar. Recibe así una educación cortesana, como uno más de los diez hijos de su tutor, empleados como pajes y damas de honor en los palacios reales. A los 26 años lucha al lado de su señor enfrentado al Cardenal Cisneros, regente de Carlos I, para conservar el señorío de unas villas castellanas y rescatarlas del dominio de Germana de Fois, a quien el propio Carlos I las había donado injustamente. La derrota y muerte de Velázquez de Cuéllar le deja sin sueldo ni beneficio.

Al servicio del Duque de Nájera, Virrey de Navarra, y en la brava defensa de Pamplona contra los franceses, cae gravemente herido en las piernas por una bala de cañón. Es el 1521. Íñigo se describe a sí mismo como muy laxo en la moral, en cosa de juegos y de mujeres, aunque ferviente en la fe. Era vanidoso, desgarrado y soñador. Tenía que despertar. Durante la convalecencia de sus heridas de guerra, él confiesa toda su vida pasada en el Monasterio de Montserrat, se detiene once meses en Manresa, con exagerados ayunos, larguísimas oraciones, y luminosas y consoladoras experiencias divinas.

Paradójicamente, va a convertirse en un gran andador, vestido de morral, cojeando “solo y a pie” por Europa, primero, y luego oteando minuciosamente desde Roma los nuevos caminos del Mundo a través de sus compañeros.

En el año 1537, Íñigo recibe los hábitos sacerdotales en la ciudad de Venecia y adopta el nuevo nombre de Ignacio de Loyola. Junto a siete de sus compañeros, también sacerdotes, crea la Compañía de Jesús, a la que el Papa niega el reconocimiento como orden religiosa. Aún con este obstáculo, el grupo comienza a predicar y adquiere en un corto tiempo una gran notoriedad.

Finalmente, el 27 de septiembre de 1540, el Papa Paulo III, por la bula ‘Regimini militantis ecclessia’, reconoce a la Compañía de Jesús como una orden religiosa. La nueva comunidad se propone como meta la propagación de la fe cristiana católica por todo el mundo, la defensa de la iglesia católica en todos los ámbitos y la obediencia absoluta e incondicional al Papa. El padre Ignacio de Loyola fallece el 31 de julio de 1556. El Papa Paulo V lo beatifica el 3 de diciembre de 1609. El Papa Gregorio XV lo canoniza el 12 de marzo de 1622.

La vida de Íñigo transcurre en una encrucijada de la historia: el paso de la Edad Media a la Edad Moderna. Hechos tan significativos como la conquista de Granada, el descubrimiento de América, el reinado e imperio de Carlos V, la escisión luterana y el Concilio de Trento generan un nuevo concepto de humanidad y de universalidad.

Ignacio de Loyola vive en la misma época que el más grande poeta místico de España: San Juan de la Cruz. En San Juan, el Monte Carmelo, símbolo fundador de la orden de los Carmelitas, se convierte también en el símbolo de una ascensión, de un viaje espiritual de la carne a la inmaterialidad absoluta necesaria para ver a Dios; quien está ausente e invisible incluso para los más fieles ojos del hombre. Cree San Juan que Dios es invisible mientras vivimos.

Podemos verle al morir. Éste es el sentido del admirable, extremo e impaciente poema de San Juan de la Cruz “Coplas del alma que pena por ver a Dios”, acaso uno de los más hermosos de la lengua castellana:       

“Esta vida que yo vivo / es privación de vivir; / y así es continuo morir / hasta que viva contigo. / Oye, mi Dios, lo que digo, / que esta vida no la quiero, / que muero porque no muero”. (Copla segunda)

El genio de San Juan consiste en que, al negarle atención a toda materia mundana y sensitiva, admite que sólo existen dos caminos hacia Dios. Uno era la muerte; el otro, la poesía.

En similar extremo, Santa Teresa de Ávila, el otro gran espíritu místico del siglo XVI español, intenta la abolición completa de su biografía a fin de convertirse en un ser puramente contemplativo. No había, dijo ella, otra manera de alcanzar la Gracia. El símbolo de la vida interior es, en esencia, castellano: el castillo. La alta fortaleza de la Reconquista y de las novelas de caballería era la morada del alma cristiana. Dentro del castillo de la perfección, el alma podía contemplar a Dios. A Santa Teresa se le criticó que sus reformas eran frías y remotas, que imponían una regla de contemplación demasiado alejada de la caridad cristiana.

Ella contestaría que, al igual que sus hermanas, oraba por quienes no lo hacían, y que su austeridad no era sino una expiación de los pecados ajenos.

Si bien las Carmelitas Reformadas de Santa Teresa de Ávila encarnan la cúspide de la autonegación, de la abdicación de la vida material, la Compañía de Jesús subraya la participación activa de sus miembros en el mundo tangible. Su compromiso es con la realidad, con la justicia en este, el mejor de los mundos posibles. La Compañía pronto abandona los muros monacales para adquirir compromisos mundanos, especialmente en el campo de la educación. Y los jesuitas fueron no sólo maestros, sino confesores de los monarcas católicos de Europa. Ni penitencias, ni ayunos, ni uniformes. Ninguna rama femenina, como las Carmelitas de Santa Teresa. Sólo una autoridad masculina, altamente centralizada, y una agrupación dominada por la extrema flexibilidad en el contacto con el mundo.

Si San Juan de la Cruz vivió en el cielo y Santa Teresa en la severa morada de la mujer, a Ignacio de Loyola le tocó el mundo sin fronteras del hombre, esto es, la política, la persuasión, la educación, la intriga.

(14 de noviembre del 2001; Auditorio del Recinto Santo Tomás de Aquino, Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra; Santo Domingo, República Dominicana). l

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