La identidad desquiciada: Eusebio Puello

Los Puello febreristas son tres: José Joaquín, Gabino y Eusebio. José Joaquín es jefe militar de la insurrección y, en palabras de Rufino Martínez, “el más militar de los conspiradores”. “Sin Puello (afirma Leopoldo Montolío (Criticón),&#82

Los Puello febreristas son tres: José Joaquín, Gabino y Eusebio. José Joaquín es jefe militar de la insurrección y, en palabras de Rufino Martínez, “el más militar de los conspiradores”. “Sin Puello (afirma Leopoldo Montolío (Criticón), en ‘El Eco de la Opinión’) el grito del 27 de febrero hubiera figurado en la historia como un simple motín”.

A los 13 años, en el 1824, Eusebio es Cabo del Regimiento 31 en la tropa haitiana de Boyer. En el 1840 es nombrado Capitán del ejército de ocupación. La noche del 27 de febrero de 1844, él doblega, al mando de veinte independentistas, las guardias haitianas de la Aduana y del Puerto.

Dos años más tarde, tras un juicio sumario (bajo cargos de auspiciar una ‘conspiración para derrocar al Gobierno y de ingratitud a la raza blanca’), Santana fusila a José Joaquín y a Gabino, al tío Pedro y al venezolano Manuel Trinidad Franco, el 23 de diciembre de 1847. Eusebio sobrevive, pero es condenado a tres años de cárcel, con pérdida del rango militar.

Un decreto de Báez concede la amnistía a Eusebio. A fines del 1855 está en la línea de fuego contra los haitianos en la Sabana de Santomé. Eusebio ha logrado, en el 1858, aplastar todos los movimientos sediciosos del Sur. Cuando Santana lo llama a una reunión de oficiales en la capital, para tratar todo lo relacionado con la anexión a España —eran los últimos meses de 1860—, ya los acontecimientos de una década han borrado el rencor contra el caudillo seibano.

Eusebio enarbola la bandera española —le bastó sólo un día para hacerlo: el 20 de marzo de 1861— en San Juan de la Maguana. En Sabana Buey despeña por las barrancas a 300 dominicanos fugitivos. Conquista a San Cristóbal después de ganar peleas, el mismo día, en Fundación, Mojacasabe y Palmar de Fundación. Triunfa, también, en Manoguayabo, Cambita, Doñana y Yaguate. La corona española le impone la faja de Mariscal de Campo. Pero España pierde la guerra en el 1865, y Eusebio sale entonces a Cuba con las huestes ibéricas.

Céspedes proclama la independencia cubana el 10 de octubre de 1868. Un coronel dominicano, blanco, comanda la ‘carga al machete’: Máximo Gómez. En el mismo inicio de la ‘gran guerra’ cubana, Eusebio (dominicano, pardo, de 57 años, Mariscal de Campo del ejército español) recibe el encargo de comandar las tropas españolas que operan en Sancti Spiritus, Morón, Remedios y Ciego de Ávila. El combate de las Minas de Juan Rodríguez le cuesta 200 muertos y algunas heridas de bala. Eusebio Puello fallece en La Habana, el 14 de diciembre de 1872, a causa de una “hidropesía de pecho provocada por la mucha pólvora que absorbió en sus muchos años de guerra”.

Eusebio, de piel oscura, sicológicamente se transforma en ‘blanco de la tierra’ y, luego, en español. Él establece su identidad a través del rechazo: refutar a Haití para constituir lo dominicano; impugnar la dominicanidad para convertirse en europeo, en blanco indiscutible. Así ocurren los hechos: primero, Capitán haitiano; después, General de División dominicano; al final, Mariscal de Campo de la corona española.

Al igual que Boves, Eusebio Puello reniega de sí mismo, de sus esencias. Boves —asturiano, pelirrojo, “ojos de gato hambriento”— se hace de un ejército de zambos y de negros para hostigar a la nobleza blanca venezolana, a los ‘mantuanos’. Ataviado de español, Eusebio, bruno criollo, arremete en contra de los tristes agricultores y comerciantes, de piel oscura como él, que forman el ejército restaurador. Ambos, Boves y Puello, se alejan de la identidad propia, sólo que en direcciones opuestas.

Claro que sí: la dominicanidad, desde el minuto vehemente de Eusebio Puello, constituye un dolorido acto de imaginación, un excitado trance de supervivencia. Nuestra entidad se define por exclusiones, por salvedades, por alejamientos. No podemos renunciar de lo que somos, sin intuir siquiera adonde estamos ni de dónde venimos. Sufrimos la atroz imposibilidad de mirarnos la propia cara: la oscura fatalidad de Narciso ante el espejo.

Como Eusebio, de tal manera, dominicano será todo negro o mulato rabiosamente convencido de no ser haitiano (y frenéticamente triste por no ser cubano o puertorriqueño). Así, la identidad nacional —la aldea metafísica— se erigirá como un sistema de deconstrucciones, de sacudidas, de negaciones concatenadas. No tanto corporal como culturalmente, nuestro villorrio será un teorema de errancias y apetitos, una propuesta de alejamientos y avideces, una consigna de distancias y ensoñaciones. Digamos: una patria.

El pardo Eusebio se nos fue hacia Cuba, con el caserío en la mochila, disfrazado de español. En este instante, con su aldea —con su patria— a cuestas, millares de dominicanos trashuman en las antípodas de Aravaca y Washington Heights y Trastevere. Codician ellos, sin acaso imaginarlo, la quimera de un Eusebio que cabalga, como demonio recóndito, aguijoneando bestia por cada pradera del olvido colectivo. Y hoy, en todas partes, miríadas de dominicanos presagian el eco de unos pasos, el taconear de aquellas botas de español postizo en el ardor desafiante de este ahora que no fluye —en la pasión dilatada de este ya que nunca cesa.

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