La justicia del cadí

Este es el relato de un cadí, especie de juez civil en los países musulmanes, que parecería simpático si no fuera draconiano (“excesivamente severo o muy rígido”, por no decir arbitrario) y tiene tanto de risible como de criminalmente abusivo,&#8

Este es el relato de un cadí, especie de juez civil en los países musulmanes, que parecería simpático si no fuera draconiano (“excesivamente severo o muy rígido”, por no decir arbitrario) y tiene tanto de risible como de criminalmente abusivo, porque nació de la pluma de un anónimo escritor satírico que quizás por anónimo no perdió el pescuezo, el mismo que no retoña como suele decir un amigo muy apegado al suyo. Recuérdese que la sátira, el más agrio y sutil de los géneros literarios, “expresa indignación hacia alguien o algo, con propósito moralizador, lúdico o meramente burlesco”. (La misma que se le niega a un César Medina por razones que Andrés L. Mateo puso en claro en un artículo demoledor).

Cosas de otro tiempo, se diría, pero en realidad muy actuales en cuanto al uso del poder, aunque sin derramamiento de sangre, pero sí de impudicia.

Decía el famoso humorista Verdaguer (no confundir con  Malaguer), que tenía un hermano abogado tan brillante que en una ocasión confundió tanto al jurado que condenaron al juez.

De acuerdo a un reciente y puntilloso editorial de Acento.com aquí pasó, en un juicio contra el pundonoroso ex ministro Víctor Díaz Rúa casi lo mismo en términos de arbitrariedad e impunidad:

“La Fiscal del Distrito Nacional ha puesto en conocimiento público que la sentencia de la magistrada de Instrucción, Margarita Cristo Cristo, ya fue redactada por una oficina de abogados, y que hay que suponer una decisión pactada, favorable a la impunidad…

“Lo que nos llama la atención es que hayamos llegado al extremo de que ya los defensores de la impunidad tengan tanto poder, tanta desfachatez, que incluso puedan llegar hasta el despacho de la fiscal para decirle lo que ella reveló que le dijeron: “Una gente se sentó en mi despacho y me dijo si usted no archiva, está destituida!”. La humorada de Verdaguer está vigente. La justicia del cadí, de alguna manera, está vigente. (PCS).

La justicia del cadí (Cuento de las ciudades occidentales de Arabia)
Una vez era un cazador muy diestro en cobrar piezas que luego vendía en la
ciudad.

Cierto día tuvo la suerte de matar un hermoso ganso y, aconsejado por su apetito, lo llevó al horno de su vecino, el panadero, para que lo preparara y asara como él sabía hacerlo.

-Vete a tu casa- le dijo el panadero -, vuelve dentro de un rato y te llevarás el ganso ya asado y dispuesto para la mesa.

El cazador marchó a su casa confiado y contento. Poco después acertó a pasar el cadí muy cerca del horno y, detrás del rico olor de asado que de allí salía, entró en la casa del panadero y le preguntó:

-¿Qué exquisito manjar se prepara en esta santa casa? -Un ganso, señor, que un hombre ha traído para que se ase en mi horno.

-Como es un bocado que merece el honor de una noble mesa -dijo el cadí-, cuando esté asado llévalo a mi casa sin tardar.

-Y ¿cómo, señor, responderé de él ante su dueño? -Cuando venga a llevárselo -contestó el cadí-, dile: Ya estaba asado tu ganso cuando, al sacarlo del horno, me dio un terrible picotazo en un dedo y se escapó volando.

-Señor -dijo el panadero- ¿cómo podré hacerle creer que un ganso muerto y asado pueda picar y volar? -Si no quiere creerlo  -contestó el cadí- tráelo ante mi en el tribunal y no temas nada.

Siguiendo el mandato del cadí, el panadero llevó el ganso a su casa, y tanto comieron entre los dos y tan sabrosa encontraron aquella carne, que le dieron fin con gran satisfacción y hartura.

Volvió a su horno el panadero, y volvió también el cazador muy dispuesto a llevarse lo que le pertenecía y reclamaba su hambre.

No bien lo vio llegar el panadero, fingiendo gran disgusto, comenzó a lamentarse y a decir.

-¡Ay, hermano, qué cosa tan extraña me ha sucedido con el encargo que me encomendaste! Nunca vi cosa igual en el mundo, y no salgo de mi asombro ni saldré en todos los días de mi vida.

-Pues ¿qué te ha pasado?  -dijo el cazador. -Mira, mira bien vacía la bandeja. Cuando tu ganso estaba asado y me disponía a sacarlo del horno, dio un brinco, me dio un picotazo en un dedo y salió volando.

 A estas palabras el cazador empezó a gritar y a pedir justicia, con tanta furia, que más parecía loco peligroso que hombre pacífico, y cogiendo por el cuello al panadero lo sacó de su casa gritando: “¡Vamos al tribunal! ¡Quiero que se haga justicia con este pícaro!”

Así iban por la calle muy alborotados y reñidores, cuando pasó por junto a ellos un copto (un cristiano de Egipto, pcs) que, compadecido del panadero, avanzó hacia el cazador y le dijo: -¿Por qué lo traes así cogido del cuello con tanta rabia? ¿Qué te ha hecho?

El panadero, sin pensar en que aquel hombre hablaba en su defensa, le dio un puñetazo en un ojo, que lo dejó tuerto.  Agarróse el copto también al panadero, y de esta manera, iban los tres por la calle, cuando pasó un hombre montado en su asno.

El hombre, al verlos tan furiosos, les dijo: -No está bien que los tratéis así. Dejadlo en paz, que él os pagará. El panadero, sin más miramientos, se agarró al rabo del asno y le dio tan tremendo tirón, que se lo arrancó de cuajo.

El buen hombre del asno se cogió también al panadero pidiendo justicia y, caminando así, al pasar por cerca de una mezquita, libróse nuestro hombre de entre las manos que lo sujetaban y se entró a todo correr en el templo, perseguido; por sus enemigos.

Iban ya éstos a alcanzarle, cuando él se subió a lo más alto de la mezquita y se arrojó desde el alminar, con tan mala fortuna, que vino a caer sobre uno de los fieles que se hallaban en oración, dejándolo muerto en el acto.

El hermano del muerto quiso tomar justicia allí mismo y ya había cogido al panadero por las barbas con malísimas intenciones, pero llegaron a tiempo los tres hombres que venían en su persecución, y ya fueron cuatro los que lo arrastraron hasta llegar a presencia del tribunal.

Una vez allí, avanzó el cazador y dijo: -Señor cadí, yo soy un pobre cazador. Esta mañana he llevado un ganso a este panadero para que lo asara en su horno, pero este mal hombre me lo ha robado diciéndome que, después de asado y al sacarlo del horno, el ganso se fue volando sin que lo haya visto más.
Hizo el cadí como si reflexionara un momento y dijo luego:  -Es verdad. No es posible dudar que pueda volar un ganso.

-Pero, ¿cómo? -exclamó el cazador- ¿pretende hacerme creer, señor cadí, que un ganso muerto pueda resucitar?

-¡Ah!, hombre de poca fe -añadió el cadí-. Niegas que todo sea posible al poder de Alá? ¿Te resistes a creer lo que, afirma el panadero, siendo así que el Profeta ha dicho en el santo libro: “Alá devuelve la vida a los muertos aunque estuvieran en completa descomposición?” Pues ya que te niegas a creer lo que del poder de Alá está escrito, te condeno a que pagues una multa de diez guineas.

El cazador pagó lo que se le ordenaba y se fue maldiciendo el fallo de la justicia.
Después se adelantó el copto al tribunal y dijo:

— Señor cadí, yo encontré por la calle a este hombre y a otro que lo llevaba fuertemente agarrado por el cuello, Me aproximé e intervine para que lo soltara, y el desagradecido me dio tal golpe con el puño, que me sacó un ojo.

-Esta vez  -dijo el cadí- debemos castigar a este cruel panadero, puesto que Alá dice en el libro santo: “Ojo por ojo y diente por diente”.

-Pero, señor -explicó el panadero-, tenga en cuenta que este hombre es un copto.

-Entonces -replicó el cadí- ya está la cuestión zanjada. Tú, panadero, sácale el otro ojo, y él que te arranque a ti uno, pues un ojo de un musulmán vale por dos de un cristiano.

-Así yo, señor cadí, ¿me quedaré ciego? —-dijo el copto -Pues no hablemos más; renuncio a la justicia que reclamaba.

-Bueno -añadió el cadí- paga diez guineas por no aceptar mi sentencia. El copto pagó las diez guineas y salió muy mohíno del tribunal.

El hermano del hombre que el panadero había matado en la mezquita adelantóse ante el cadí y dijo: -Señor, este panadero subió a la torre de la mezquita perseguido por estos hombres y, al verse perdido, se arrojó desde allí yendo a caer sobre mi hermano que estaba orando.

Este hombre ha matado a mi hermano, señor. ¡Ah!, panadero desdichado -exclamó el cadí-. Tú no sabes la gravedad de tu culpa. Has matado a un musulmán en el momento en que rogaba a Alá. Tu crimen es tremendo. Tu pecado es horrible. Yo te condeno y te castigo como te mereces. A ver, tu, panadero, entra en la mezquita y siéntate debajo del alminar. El hermano del hombre que tú has matado subirá a la torre y se arrojará sobre ti. Así perecerás, si Alá quiere, y ya no tendremos que sufrir tus fechorías.

-No, no  -dijo el hermano del muerto-. Yo no estoy dispuesto a tirarme desde lo alto de la torre. No se hable más de justicia ni de derecho, que yo renuncio a ellos de buena gana.

-Pues paga la multa como han hecho tus compañeros. El hombre pagó la multa y se fue. Mientras esto ocurría; mientras el cadí administraba justicia en el pleito de todos aquellos desdichados, el hombre del asno iba retirándose poco a poco hacia la puerta. Ya se disponía a salir del tribunal con mucha cautela y sin ser visto, cuando el cadí se levantó y dijo:

-A ver, traedme a ese hombre para que sepamos lo que pide. El pobre infeliz, que ya había visto suficientes muestras de la justicia del tribunal, se escapó corriendo y gritando: -Señor cadí, yo no pido nada. Confieso que mi asno vino al mundo sin rabo.

(De “Pueblos y leyendas” de Herminio Almendros).

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