El mandarín

[Un tal Teodoro, simplemente Teodoro (el que ama a Dios), que fue empleado del Ministerio de la Gobernación de Portugal, es el protagonista de “El mandarín” (1880), obra singular del singular genio literario de José María Eça de Queiroz (1845-190

[Un tal Teodoro, simplemente Teodoro (el que ama a Dios), que fue empleado del Ministerio de la Gobernación de Portugal, es el protagonista de “El mandarín” (1880), obra singular del singular genio literario de José María Eça de Queiroz (1845-1900). Es decir, el mismo autor de la novela “El crimen del Padre Amaro” (1875), tan feliz y escandalosamente llevada al cine mejicano en el año 2002.

Teodoro vive una vida “equilibrada y tranquila” en una pensión de Lisboa, hasta que una fatídica noche lee en un viejo libro (“en uno de aquellos vetustos infolios”), un párrafo que extrañamente, malignamente resalta y sobresalta (una especie de manual de instrucciones):

Hay en China un desconocido mandarín (burócrata, funcionario público), inmensamente rico, uno de tantos, y basta que Teodoro haga sonar la campanilla que misteriosamente se encuentra a su lado sobre otro libro, “un diccionario francés”, para que el remoto personaje emita “un suspiro en los confines de Mongolia”, se convierta en difunto y Teodoro herede “sus caudales infinitos”.

“Tú, que me lees y eres un mortal, ¿harás sonar la campanilla?”
Teodoro duda y observa aterrado “la extraña interpelación: ‘¿Harás sonar la campanilla? ’Se trata de un crimen perfecto, pero Teodoro no se decide y entonces se le aparece el Gran Tentador que le describe todos los placeres imaginables que estarán a su alcance con sólo hacer sonar la campanilla, en especial los placeres de la carne, “de la carne que tienta con sus frescos racimos”, para decirlo con palabras de Rubén Darío:

“Sólo quiero llamar su atención sobre un hecho: existen seres que se llaman Mujeres, que nada tienen que ver con esas que se llaman Hembras. Aquéllas, Teodoro, en mi tiempo, página tres de la Biblia, únicamente vestían una hoja de parra. Hoy, Teodoro, llevan toda una sinfonía, todo un ingenioso y sutil poema de encajes, batistas, rasos, flores, joyas, cachemires, gasas y terciopelos… Imagínese la inexpresable satisfacción que los cinco dedos de un cristiano sienten al palpar esas maravillas de tersura; pero comprenderá también que los gastos de esos seres angelicales no se cubren con una modesta moneda de cien reis…”

¿Hará sonar finalmente Teodoro la campanilla? No tendrá realmente ninguna consecuencia borrar a un ser humano lejano y desconocido, como lo borran con drones modernamente, y apropiarse de bienes ajenos como hacen los políticos y tanta gente honorable.

“El mandarín”, alucinante novela corta en la que el realismo mágico campea por sus fueros como en gran parte de la antigua literatura china, recuerda por asociación de ideas a dos personajes trágicos de ficción, que pagan sus crímenes con creces: el Raskólnikov de Dostoyevski que no puede acallar su conciencia y el Macbeth de Shakespeare que pierde para siempre el sueño:
“Macbeth, tú no puedes dormir, porque has asesinado al sueño’. ¡Perder el sueño, que desteje la intrincada trama del dolor, el sueño, descanso de toda fatiga: alimento el más dulce que se sirve a la mesa de la vida.”

Encarecidamente emplazo al lector a “disfrutar aprovechando” las pocas páginas de esta genial desaventura por los mares de la codicia y la fortuna mal habida.
“Sólo tiene buen sabor el pan que día tras día ganan nuestras manos. ¡No matéis nunca al Mandarín!” PCS]
El mandarín (fragmento capítulo I)

Una noche, hace años, comencé a leer, en uno de aquellos vetustos infolios, un capítulo titulado “La quebrada de las almas”; me hundía en un grato sopor, cuando un párrafo singular llamó mi atención en medio del tono neutro y gris de la página, como el relieve de una pulida medalla de oro brillando sobre un tapete oscuro. Copio textualmente:

-En las profundidades de China existe un mandarín más rico que todos los reyes de quienes hablan la leyenda o la Historia. Nada conoces de él, ni su nombre, ni su rostro, ni la seda con que se viste. Para que tú heredes sus caudales infinitos, basta que hagas sonar esa campanilla que se halla a tu lado, sobre un libro. Él apenas emitirá un suspiro en los confines de Mongolia. Entonces se convertirá en un cadáver y tendrás a tus pies más oro del que puede soñar la ambición de un avaro. Tú, que me lees y eres un mortal, ¿harás sonar la campanilla?

Me quedé perplejo ante la página abierta; aquella interrogación… mortal, “¿harás sonar la campanilla?” me parecía cómica, maliciosa y, sin embargo, me trastornaba prodigiosamente. Quise seguir leyendo, pero las líneas escapaban, como cobras asustadas, entre ondulaciones, y en el vacío que dejaban, de una palidez de pergamino, resaltaba, brillante y negra, la extraña interpelación: “¿Harás sonar la campanilla?”

Si el volumen hubiera sido de una humilde edición Michel-Levy, de cubierta amarilla, yo, que, después de poco, no me encontraba sumergido en un bosque de balada alemana y desde mi ventana podía ver blanquear a la luz del gas el correaje de una patrulla, hubiera cerrado simplemente el libro, y disipar así la alucinación nerviosa. Pero aquel infolio sombrío parecía destilar magia: cada letra adquiría la inquietante configuración de esos signos de la cábala antigua que encierran atributos fatídicos; las comas se retorcían petulantes como rabos de diablillos, entrevistos al claro de luna; en el signo de interrogación final veía yo el temible garfio con que el Tentador va ensartando las almas que se duermen sin refugiarse en la inexpugnable ciudadela de la Oración… Una fuerza se apoderó de mí, arrastrándome más allá de la realidad y de la razón. Y en mi espíritu se formaron dos imágenes: por una parte, un Mandarín decrépito, muriendo sin dolor, lejos, en un quiosco chino al tilín-tilín de una campanilla; y por la otra, ¡toda una montaña de oro centelleando a mis pies! Todo era tan claro, que yo veía nublarse los ojos oblicuos del viejo señor como si los cubriera una fina capa de polvo, y oía el nítido tintineo de las monedas rodando juntas.
Paralizado, horrorizado, clavé los ojos ardientes en la campanilla colocada discretamente ante mí, sobre un diccionario francés… ¡La campanilla anunciada, de la que hablaba el extraño infolio!

Entonces, desde el otro lado de la mesa, una voz insinuante y metálica me dijo en medio del silencio:

-¡Vamos, Teodoro, amigo mío; extienda la mano, haga sonar la campanilla, atrévase! La abat- jour de tela verde de la vela creaba sombra alrededor. La levanté temblando. Y vi, sentado y en paz, un individuo fuerte, todo vestido de negro, con sombrero de copa alta y guantes, también negros, con las manos gravemente apoyadas en el puño de un paraguas. No parecía fantástico. Parecía tan contemporáneo, tan normal, tan clase media como si fuera de mi oficina…
Toda su originalidad estaba en el rostro, sin barba, de rasgos definidos y duros: la nariz agresiva, muy corva, tenía el aspecto rapaz y amenazador del pico de un águila; el contorno de los labios, muy enérgico, daba a su boca un aspecto de bronce; los ojos, que miraban fijamente, parecían los fogonazos de un disparo salido súbitamente de entre el zarzal tenebroso de las cejas unidas; estaba pálido, pero, en su piel, se extendían, aquí y allá, vetas sanguinolentas como en un antiguo mármol fenicio.

De repente me aterró la idea de que tenía frente a mí al Diablo; pero de inmediato toda mi razón se sublevó, resuelta, contra tanta fantasía. Yo nunca había creído en el Diablo, como nunca había creído en Dios. Jamás lo pregoné ni lo publiqué en los periódicos para no enojar a los poderes públicos, que se encargan de mantener el respeto a esos seres; pero no creo que existan esos dos personajes, viejos como la Sustancia, rivales bonachones, que se hacen jugarretas amables, uno de barbas nevadas y túnica azul, con la toilette del antiguo Júpiter, habitante de las alturas luminosas, con una corte más complicada que la de Luis XIV, y el otro, mugroso y astuto, ornado con cuernos, que vive entre llamas subterráneas, en una imitación burguesa del extravagante Plutón. ¡No, no lo creo! Cielo e Infierno son concepciones sociales para uso plebeyo, y yo pertenezco a la clase media. Rezo, es verdad, a Nossa Senhora das Dores, porque así como solicité clemencia a mi profesor para obtener mi título, así como para conseguir mis veinte mil reis imploré la benevolencia del señor diputado, de igual modo, para librarme de la tuberculosis, de la angina de pecho, del navajazo de algún rufián, de la cáscara de naranja resbaladiza con la que se rompe uno la pierna, de otros males públicos, necesito contar con una protección sobrenatural. Ya sea con adulaciones o con halagos, el hombre prudente tiene que ir empleando astutamente una serie de lisonjas desde la Arcadia hasta el Paraíso. Con un valedor en el barrio y una abogada mística en las alturas, el destino del bachiller queda asegurado. Por eso, libre de torpes supersticiones, dije con familiaridad al individuo vestido de negro:
-¿Entonces, me aconseja de verdad que haga sonar la campanilla?
(http://www.librodot.com/uploads/DVD/queiroz/emaedq32.pdf). 

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