La orden de los caballeros de la silla encriptada

Toda orden secreta tiene su lado oscuro, su naturaleza aviesa, pervertida, maligna, a pesar de la pretendida inocencia que proclamen sus estatutos, o precisamente por ello. Quizás por la misma causa, el rito de iniciación (un banquete pantagruélico),&#

Toda orden secreta tiene su lado oscuro, su naturaleza aviesa, pervertida, maligna, a pesar de la pretendida inocencia que proclamen sus estatutos, o precisamente por ello. Quizás por la misma causa, el rito de iniciación (un banquete pantagruélico), tuvo lugar en un desvencijado hotel, que había conocido tiempos peores, en las afueras de la ciudad, casi inaccesible por su ubicación y por la maleza que cubre –para los no iniciados en el culto– las vías de acceso, que son muchas.

El tenebroso Talibán Pollero, que presidió la mesa -un poco la imagen del Nosferatu clásico y del Tsekub Baloyán de la tira cómica de Chanoc- llegó por un pasaje secreto en compañía de un no menos tenebroso Barón del cementerio y su radiante Baronesa.

Llegó por la misma vía, desde Haiti, el devorador Marqués de Moulin Rouge y su inocente compañera, quizás la única que no estaba al tanto de las trágicas consecuencias del convite. El Marqués tenía hambre, como de costumbre, y en lo que demoraba el servicio de picaderas, se comió todas las servilletas a su alcance.

Llegó, plácidamente, en una nubecilla de colores tintineantes, el divino Fra Ángélico con su hermosa Madonna de cabellera rubia trenzada, ensortijada, que se movía al viento como llamas de una hoguera celestial.

El Duque de Alba y la Duquesa se materializaron en la espléndida mesa como por arte de magia y nadie, por discreción, comentó el prodigio. Creo que la Duquesa también era inocente. En aquella atmosfera diabólica y angelical a la vez todo podía suceder. (El Duque había traído, por cierto, su propia copa de vino de tamaño monumental, hecha en Monterrey, a la medida de su perfil aguileño).

Por una vía para mí desconocida, apareció el filósofo “aciático” con traje de Torquemada, traje de inquisidor (diez mil infelices entregados, consagrados a la hoguera) y en compañía de una hermosísima hereje que seguramente había salvado de las llamas por razones de estética o de amor.

Era, en realidad, un Torquemada metafórico que hablaba a cuentagotas, poniendo infinitos puntos suspensivos y suspensorios, como si pujara sus palabras con estreñimiento y con ganas de ir al baño entre palabra y palabra, mientras elogiaba a Franco y Pinochet. Pero entre palabra y palabra, y con su cara redonda de buena gente, los ojos redondos de buena gente, delataban el humanismo filosófico de quien no es capaz de matar con sus manos a un pollo.

De alguna otra manera llegó, junto a su alegre consorte, el verdadero, mandamás, la eminencia gris, creador de la Orden y tesorero, un fanático que no quiero mencionar por prudencia y miedo y respeto. Severus, le decíamos, para aludir a un personaje de Harry Potter. Un tipo con cara de pocos amigos, aunque tiene muchísimos amigos que lo quieren, porque la cara es también una careta. Ruge, gruñe, da boches, pero en el fondo es un abuelito cantarín, aunque no perdona una deuda y la cobra a voz en cuello y en sus mazmorras se ha podrido más de un cristiano por deberle un centavo.

En una fúnebre góndola dorada, a través de un canal secreto de aguas negras, podridas, que desemboca en una límpida piscina engañosamente apacible donde nadie se ha bañado dos veces (como en el río filosófico del que habla Heráclito o el proverbio chino que plagió, como plagió todo o casi todo el insignificante pueblo griego, los pérfidos helenos que amaban el saqueo y la cundanguería, cuando no se divertían mayormente matándose entre ellos), llegaron finalmente el Gran Capitán y la Gran Capitana. El Gran Capitán se presentó con la efigie del Moisés de Miguel Ángel, con el rostro transfigurado, reluciente, como si acabara de hablar con Dios a través de la zarza ardiente. La Gran Capitana, en cambio, era pura, hermosa Nefertitis, la más enigmática, la más indescifrable mujer de todos los tiempos, puro misterio y suspenso, tan superior a su realización, como decía Poe de todos los misterios.

En fin, éramos quince y el Gran Capitán dio inicio al convite. Un chef, no el Chef Guevara, y cuatro mozos con chistera y pantalones cortos atendían nuestras peticiones. Rabo encendido cubano, pipián de cerdo, sesos de vaca, mondongo y patitas de cerdo, filete de tiburón e iguana, tripas, hígados y mollejitas de pollo, longaniza y morcilla, riñones al jerez y rata arrocera. Torta amarga de postre y dulce de guayaba. Todas esas joyas gastronómicas, acompañadas con el fino Château Petrus 1990 con agua tónica, amén de Chivas Regal de 18 años con Coca-Cola (que corrían como mares), hicieron las delicias de todos los comensales.

Lo que pasó después no puedo contarlo. Me va en ello la vida. Sé que hay vida después del parto, como dice Dinápoles, pero no sé si hay muerte después de la vida. Y además no sé si mis compañeros de la Orden de los caballeros de la silla encriptada apreciarán esta reseña o me borrarán con sica de gato de la orden… o del mapa. Corro el riesgo con los ojos bien abiertos.

Creencia
Lo que pasó después no puedo contarlo. Me va en ello la vida. Sé que hay vida después del parto, pero no sé si hay muerte después de la vida”.

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