Pérez-Reverte: El tango de la guardia vieja

Muchos de los personajes femeninos y masculinos del célebre escritor y periodista español Arturo Pérez-Reverte tienen relaciones conflictivas y muchas veces letales, aunque siempre apasionantes. Se parecen un poco en eso a los personajes de “Los&#823

Muchos de los personajes femeninos y masculinos del célebre escritor y periodista español Arturo Pérez-Reverte tienen relaciones conflictivas y muchas veces letales, aunque siempre apasionantes. Se parecen un poco en eso a los personajes de “Los tres mosqueteros” de su muy admirado Alejandro Dumas, los mismos que terminan cortando la cabeza, o mejor dicho el cuello, de la intrigante Milady de Winter, una de las más seductoras criaturas literarias de todos los tiempos.

En una mirada retrospectiva, a vuelo de pájaro, recuerdo que en la primera obra de la copiosa bibliografía de Pérez-Reverte (unos treinta libros, entre novelas y ensayos), un húsar mata a golpes de sable a una española durante el levantamiento de Madrid contra las tropas de Napoléón (el petit cabrón, como le llama el autor).

Luego, en “El maestro de esgrima”, quizás su más lograda narración, las diferencias entre el maestro y la aventajada alumna que lo desafía termina con un florete clavado a fondo en un ojo de la agraciada. En algún volumen de la serie sobre “El capitán Alatriste”, creo que el matarife ultima una mujer por celos, pero aquí las muertes tienen poca importancia porque casi toda la trama es una carnicería.

En “La tabla del Flandes”, para variar, las relaciones conflictivas, las relaciones peligrosas, giran en torno a un gay, que también paga con su vida.

En las páginas demoníacas de “El club Dumas”, el  protagonista entablaba una relación de dependencia con una siempre misteriosa Irene Adler, que protege su vida a todo trance de las maquinaciones de Liana Taillefer, que tendrá un triste final. 

En “Territorio Comanche” (una maravillosa crónica de los veintiún años de Pérez-Reverte como corresponsal de guerra en Chipre, Líbano, Eritrea, el Sáhara, las Malvinas, El Salvador, Nicaragua, Chad, Libia, Sudán, Mozambique, Angola, el Golfo Pérsico, Croacia), son muchos los chistes y críticas que se gastan contra conocidas colegas de la televisión española e italiana y muy grande el berrinche y el chisme que se armó.

“En la piel del tambor” aparece otro personaje femenino misterioso y dominante, Macarena Bruner: aristócrata sevillana que se limita a seducir  al sacerdote Lorenzo Quart, al que luego castigará sólo con refinada indiferencia.
En “La carta esférica”, una novela magistral, la relación entre el protagonista y la protagonista (o mejor dicho entre los antagonistas) termina en tragedia a causa de la desmedida ambición de la mujer.

En “El pintor de batallas”, la obra más personal de Pérez-Reverte, una en la que reniega del género humano, un corresponsal de guerra locamente enamorado de una compañera de oficio, opta por una cruel, egoísta decisión ante la eventualidad de que ella lo abandone.

En “El asedio”, será una rica comerciante la que mandará a la perdición a su incauto enamorado.

En “El francotirador paciente”, libro extraordinario y desconcertante, que juega con la inteligencia del lector hasta la última página, las relaciones conflictivas parecen lo que no son. Todo en esa obra de fina elaboración, parece lo que no es hasta el final. Y el final es de película.

En “El tango de la guardia vieja”, última y preciosa entrega de Pérez-Reverte, las relaciones conflictivas, las relaciones peligrosas están desde luego presentes dada la composición social de los personajes: Un bellísimo bailador de tango mundano, gigoló y ladrón, y una bellísima ricachona matrimoniada y promiscua.  Ambos se conocen a bordo de un lujoso trasatlántico: “él es el bailarín profesional del barco, encargado de entretener a las señoras de primera clase que viajaban sin pareja o cuyos acompañantes no bailaban”. El bailarín mundano. A continuación  se ofrecen unos párrafos de la trama que a manera de bocadillo seleccionó el propio autor:

EL TANGO DE LA GUARDIA VIEJA
EXTRACTO ESCOGIDO POR ARTURO PÉREZ-REVERTE

—Fue agradable —dijo inesperadamente. Max logró reducir su propio desconcierto a sólo un par de segundos.
—También para mí —respondió.
La mujer seguía mirándolo. Curiosidad, era tal vez la palabra.
—¿Hace mucho que baila de manera profesional?
—Cinco años. Aunque no todo el tiempo. Es un trabajo… —¿Divertido? —lo interrumpió ella.
Caminaban de nuevo por la cubierta, adaptando sus pasos a la lenta oscilación del transatlántico. A veces se cruzaban con los bultos oscuros o los rostros reconocibles de algunos pasajeros. De Max, en los tramos menos iluminados, sólo podían apreciarse las manchas blancas de la pechera de la camisa, el chaleco y la corbata, pulgada y media exacta de cada puño almidonado y el pañuelo en el bolsillo superior del frac.
—No era ésa la palabra que buscaba —sonrió él con suavidad—. En absoluto. Un trabajo eventual, quería decir. Resuelve cosas.
—¿Qué clase de cosas?
—Bueno… Como ve, me permite viajar.
A la luz de un ojo de buey comprobó que ahora era ella la que sonreía, aprobadora.
—Lo hace bien, para ser un trabajo eventual.
El bailarín mundano encogió los hombros.
—Durante los primeros años fue algo fijo.  
—¿Dónde?

Decidió Max omitir parte de su currículum. Reservar para sí ciertos nombres. El Barrio Chino de Barcelona, el Vieux Port de Marsella, estaban entre ellos. También el nombre de una bailarina húngara llamada Boske, que cantaba La petite tonkinoise mientras se depilaba las piernas y era aficionada a los jóvenes que despertaban de noche, cubiertos de sudor, angustiados porque las pesadillas los hacían creerse todavía en Marruecos.

—Hoteles buenos de París, durante el invierno —resumió—. Biarritz y la Costa Azul, en temporada alta… También estuve un tiempo en cabarets de Montmartre.
—Ah —parecía interesada—. Puede que coincidiéramos alguna vez.
Sonrió él, seguro.
—No. La recordaría.
—¿Qué quería decirme? —preguntó ella.
Tardó un instante en recordar a qué se refería. Al fin cayó en la cuenta. Después de cruzarse dentro la había alcanzado en la cubierta de paseo, saliéndole al paso sin más explicaciones.
—Que nunca bailé con nadie un tango tan perfecto.
Un silencio de tres o cuatro segundos. Complacido, quizás. Ella se había detenido —había una bombilla cerca, atornillada al mamparo— y lo miraba en la penumbra salina.
—¿De veras?… Vaya. Es muy amable, señor… ¿Max, es su nombre?
—Sí.
—Bien. Crea que le agradezco el cumplido.
—No es un cumplido. Sabe que no lo es.
Ella reía, franca. Sana. Lo había hecho del mismo modo dos noches atrás, cuando él calculó, bromeando, su edad en quince años.
—Mi marido es compositor. La música, el baile, me son familiares. Pero usted es una excelente pareja. Hace fácil dejarse llevar.
—No se dejaba llevar. Era usted misma. Tengo experiencia en eso.
Asintió, reflexiva.
—Sí. Supongo que la tiene.
Apoyaba Max una mano en la regala húmeda. Entre balanceo y balanceo, la cubierta transmitía bajo sus zapatos la vibración de las máquinas en las entrañas del buque.
—¿Fuma?
—Ahora no, gracias.
—¿Me permite que lo haga yo?
—Por favor.
Extrajo la pitillera de un bolsillo interior de la chaqueta, cogió un cigarrillo y se lo llevó a la boca. Ella lo miraba hacer.
—¿Egipcios? —preguntó.
—No. Abdul Pashá… Turcos. Con una pizca de opio y miel.
—Entonces aceptaré uno.
Se inclinó con la caja de fósforos en las manos, protegiendo la llama con el hueco de los dedos para dar fuego al cigarrillo que ella había introducido en la boquilla corta de marfil. Luego encendió el suyo. La brisa se llevaba el humo con rapidez, impidiendo saborearlo. Bajo la capa de piel, la mujer parecía estremecerse de frío. Max indicó la entrada del salón de palmeras, que estaba cerca; una estancia en forma de invernadero con una gran lumbrera en el techo, amueblada con sillones de mimbre, mesas bajas y macetas con plantas.
—Bailar de modo profesional —comentó ella cuando entraron—. Eso resulta curioso, en un hombre.
—No veo mucha diferencia… También nosotros podemos hacerlo por dinero, como ve. No siempre el baile es afecto, o diversión.
—¿Y es cierto eso que dicen? ¿Que el carácter de una mujer se muestra con más sinceridad cuando baila?
—A veces. Pero no más que el de un hombre.
—Quería decir curioso visto de cerca —dijo al cabo de un instante—. Es usted el primer bailarín profesional con el que cambio más de dos palabras: gracias y adiós.
Max había acercado un cenicero y permanecía en pie, la mano derecha en el bolsillo del pantalón. Fumando.
—Me gustó bailar con usted —dijo.
—También a mí. Lo haría de nuevo, si la orquesta siguiera tocando y hubiese gente en el salón.
—Nada le impide hacerlo ahora.
—¿Perdón?
—Estoy seguro de que es capaz de imaginar la música.
Ella dejó caer otra vez la ceniza al suelo.
—Es usted un hombre atrevido.
—¿Podría hacerlo?
Ahora le llegó a la mujer el turno de sonreír, un punto desafiante.
—Claro que podría —dejó escapar una bocanada de humo—. Soy esposa de un compositor, recuerde. Tengo música en la cabeza.
—¿Le parece bien Mala junta? ¿Lo conoce?
—Perfecto.

Apagó Max el cigarrillo, estirándose después el chaleco. Ella siguió inmóvil un instante: había dejado de sonreír y lo observaba pensativa desde su butaca, como si pretendiera asegurarse de que no bromeaba. Al fin dejó su boquilla con marca de carmín en el cenicero, se levantó muy despacio y, mirándolo todo el tiempo a los ojos, apoyó la mano izquierda en su hombro y la derecha en la mano de él; que, extendida, aguardaba. Permaneció así un momento, erguida y serena, muy seria, hasta que Max, tras oprimir dos veces suavemente sus dedos para marcar el primer compás, inclinó un poco el cuerpo a un lado, pasó la pierna derecha por delante de la izquierda, y los dos evolucionaron en el silencio, enlazados y mirándose a los ojos, entre los sillones de mimbre y los maceteros del salón de palmeras.

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