La Monalisa es visitada cada año por más de 10 millones, entre curiosos y admiradores y está protegida por un vidrio

En el primer libro de Giorgio Vasari que se publicó en el año 1550 con el título LE VITE DE PIV ECCELLENTI PITTORI, SCVLTORI, E ARCHITETTORI, aparece la biografía del autor de la Mona Lisa con el nombre original en italiano: LIONARDO DA VINCI, PITTORE, ET SCVLTORE FIORENTINO y en su corta versión moderna o su quinta edición de 1973 por los editores W. M. Jackson en la página 231 dice:

“…Por encargo de Francesco del Giocondo, Lionardo emprendió el retrato de Mona Lisa, su mujer, y lo dejó sin terminar después de haber trabajado en él cuatro años. Esta obra está ahora en poder del Rey Francisco de Francia, en Fontainebleu…”

Sin embargo, el escritor Antonio de Beatis habla de una visita del Cardenal Luigi d’Aragon en 1517 quien describe tres cuadros que él vio chez Lionardo, el hijo de Piero Fruosino del pueblito llamado Vinci:

1.Retrato de una Madonna, la Mona Lisa.
2.San Juan Bautista, hoy en el Louvre al igual que el anterior y el siguiente,
3.Santa Ana.

Una vez en Urbino, Lionardo recibió un encargo de Giuliano de Médici.

Roberto Zapperi reitera que no se ve el mínimo trazo de la existencia del cuadro en el inventario del comerciante Giocondo y en los papeles de testamento conservados como un tesoro, Lionardo no habla ni de venta ni nada concerniente a la obra.

Zapperi, por otro lado, explica que los análisis con cámaras especializadas demuestran que Lionardo realizó la obra de una sola vez, de una sentá, lo que contradice a Vasari que habla de varias etapas con un prolongado período de cuatro años. Nadie que haya pedido un retrato va a esperar tanto tiempo y ningún pintor, por meticuloso o poco diestro, se va a tomar más de varios días. Lo que sí se determina, en las tomas con rayos infrarrojos, es que la mano izquierda fue ligeramente modificada, pero en ese primer ataque a la madera (no a la tela), no luego.

Zapperi, que trabajó en el Louvre y es profesor de Historia del Arte, sostiene que Vasari se basó en testimonios orales y que la mayoría de sus observaciones son puro invento de su imaginación y creatividad literaria. Reitera que la Mona Lisa fue un pedido de Giuliano de Médici porque él había tenido un enredo amoroso con una tal Pacífica Brandaña que murió de parto. La partera, que debía eliminar la criatura por su encargo, depositó en la puerta de una iglesia con una moneda que identificaba a Giuliano, quien luego legitimó a su hijo Ippólito. Es por eso que él quería un retrato de una madre para su hijo y que Lionardo realizó sin modelo, de su imaginación. Y esa es la Mona Lisa. No tiene nada que ver con su ayudante y supuesto amante Andrea Salai.

Vasari, que nació en 1511, tenía 8 años a la muerte de Lionardo lo que comprueba su contemporaneidad con el maestro pero a muy baja edad, incapaz de poder hacer juicios de valor de envergadura.

Zapperi amplia su tesis en su libro dedicado al tema y que todo artista debe conocer: “Adios, Mona Lisa”. No es una payola.

Giuliano era hermano de Giovanni y ambos hijos de Lorenzo de Médici. Cuando Giovanni devino el Papa León X, fue fácil enganchar a Ippólito como cura y pronto cardenal, aunque no pudo disfrutar de su poder eclesiástico porque lo envenenaron a la edad de 24 años.

En definitiva, Giuliano no se quedó con el cuadro porque murió antes que da Vinci lo terminara y es por eso que cuando este se va a Amboise, Francia en 1516, se lo lleva con él.

La Mona Lisa es visitada cada año por más de 10 millones entre curiosos y admiradores.

Se expone al público protegida por un vidrio antibala, aunque se cree que en realidad es una copia a la que se permite retratar con flash.

En 1911, el nacionalista radical e italiano Vicenzo Peruggia la secuestró con el objeto de llevársela a su casa natal, a su Italia, pensando que Napoleón se la había robado como tantas otras obras y que no se llevó La Esfinge de Giza de Egipto porque no había ni grúas, ni patanas para la época.

Se puede afirmar, sin que uno se sonroje, que el Louvre, sin ella, no es Louvre, de la misma forma que Paris sin la Tour Eiffel no es París.

En términos artísticos no tiene importancia la identidad del modelo. La obra es importante si cumple con los requisitos artísticos y no los atribuidos por los “críticos” vendidos a los coleccionistas millonarios
El que se haya “descubierto” la identidad de la modelo de “el origen del mundo” de Courbet, no cambia nada. ¿A quién le importa que se llamara Constance Quéniaux y que tenía 34 años y que era bailarina? Tanto el cónsul otomano, como los visitantes del Museo Orsay solo se fijan en el sexo pintado magistralmente.

Que la Mona Lisa fuese Lisa María Gherardini del Giocondo, o las tres amantes de Giulano de Medici, Isabella Gualandi de Constanza D’Avalos, Isabelle d’Este o Pacífica Brandini d’Urbin es sin importancia, aunque para el historiador italiano Roberto Zapperi lo sea.

La Mona Lisa del Louvre, que es la original, tiene una gemela en el museo de EL Prado de España y existen otras copias que fueron “hechas” por alumnos del maestro donde él puso su mano y así el público va a ver todas las copias que no son más que atractivos comerciales.

Existen la Joconde de Thalwil, Suiza; la de Oslo que data de 1525 y se sabe fue pintada por Benardino Luini; la del Hermitage en Rusia; la de Baltimore que no podía faltar; la de la colección Luchner en Innsbruck, Austria; la copia en el Musée de Beaux Arts de Quimper y la D’Espinal. Y sin duda, la más famosa después de la del Louvre es la de Isleworth, en Londres, pintada por Andrea Salai, alumno de Lionardo.

La fama, aparte de ser una obra del más grande maestro del Renacimiento y su calidad artística, está en el robo de 1911. Fue tan impactante que las visitas al Louvre aumentaron considerablemente solo para ver el hueco, el vacío dejado por la Mona Lisa. Los más grandes sospechosos fueron Picasso y el Poeta Guillaume Apollinaire porque ambos, afiliados a la pendejada del Dadaísmo, habían dicho que las obras de museos había que quemarlas y al parecer no era una metáfora. Ellos querían borrar la historia del arte para llenar los museos de sus vainas, algo similar a lo que proponen los “contemporáneos”.

Gertrude Stein posó hasta el cansancio sin que Picasso la captara. Jarto de bregar con la escritora, le dejó un retrato “duro” y “moderno” y su firma que la publicidad le diera fama.

Marcel Duchamp, que era misógino e incapaz de hacer un retrato ni siquiera impresionista, para no desafiarlo con los clásicos y académicos, optó por ponerle bigote a la Gioconda para satisfacer su fetichismo y soñar con su Giocondo mosquetero, “gran” gesto “revolucionario” del arte. ¿No me digas?
La de Botero es una parodia graciosa que se impuso cuando el arte figurativo no valía ni dos cheles dominado por Pollock, Rothco, Motherwell y de Kooning que pintaban con los ojos cerrados.

Al final hay que decirle adiós a la Mona Lisa, tal y como lo hizo Zapperi.

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