Sinergias transformadoras

Aunque el proceso electoral no termina de concluir, los resultados fundamentales parecen estar marcados, y de inmediato se plantea la pregunta sobre la agenda de reformas que las autoridades electas estarían obligadas a acometer a fin de evitar potencial

Aunque el proceso electoral no termina de concluir, los resultados fundamentales parecen estar marcados, y de inmediato se plantea la pregunta sobre la agenda de reformas que las autoridades electas estarían obligadas a acometer a fin de evitar potenciales crisis y avanzar hacia una sociedad más productiva y más inclusiva.

En el tope de la lista está la reforma política y electoral, la cual, aunque venía siendo trabajada y demandada desde hace tiempo, ahora se ve espoleada por el evidente fracaso organizativo de las elecciones que están concluyendo, y por el vergonzoso proceso de selección de candidaturas que los partidos políticos protagonizaron, y que terminaron negando derechos democráticos. No lejos debería estar la reforma de la seguridad pública y de la justicia, que es la principal preocupación de la gente por los graves problemas (a veces trágicos) que traen a sus vidas.

Sin embargo, en el ámbito socioeconómico parecen haber cuatro reformas que no pueden esperar. Estas son la del sector eléctrico, la fiscal, la de la salud y la seguridad social, y la de las políticas para el desarrollo productivo y el empleo. Pero lo interesante no es sólo plantear los retos y los cambios necesarios para enfrentarlos, algo que se puede reclamar como relativamente conocido, sino resaltar las formas en que cada una de ellas se vincula con las otras y cómo los resultados positivos en una pueden contribuir a generar resultados deseables en los otros ámbitos. En otras palabras, es relevante discutir las sinergias que hay entre las reformas pendientes. Por supuesto, lo contrario también es cierto: rezagos o dificultades en unas pueden comprometer los resultados en las demás.

En el caso del sector eléctrico, está claro que el reto principal es reducir las pérdidas en la distribución, mejorando la infraestructura y la gestión comercial. El gráfico 1 muestra cómo el ritmo de reducción de las pérdidas ha sido muy lento. El aumento de la generación de menor costo como la de las plantas de carbón puede ayudar en ese esfuerzo, pero no es allí donde reside la clave. De hecho, se puede argumentar que, al poner el dinero en la generación, se desperdició una oportunidad de realizar inversiones mucho más productivas en la distribución a fin de conjurar las pérdidas.

De cualquier manera, si del Pacto Eléctrico sale un compromiso robusto, y una ruta viable y verificable para reducir las pérdidas, esto tiene al menos dos implicaciones. La primera es que contribuiría a aliviar las finanzas públicas, un objetivo que, junto a otros, debería ser central de un nuevo acuerdo fiscal. Sería como una mini-reforma fiscal porque, bajo un escenario de precios “normales” de los hidrocarburos, si las distribuidoras pudieran cobrar todo lo que colocan en la red, podrían contribuir a ahorrar hasta el 10% del presupuesto público.

La segunda es que, al promover un sistema eléctrico más confiable, el nacimiento y desarrollo de las empresas sería más vigoroso, contribuyendo a la transformación productiva y al empleo. El informe Doing Business del Banco Mundial revela que en la República Dominicana la dimensión que se percibe más problemática para la apertura de un negocio y para su desarrollo es la “obtención de electricidad”, en particular la “fiabilidad de la oferta de energía y la transparencia de la tarifa”, lo cual se vincula con la distribución y la gestión comercial.

Por otra parte, no hay forma de sobreestimar la importancia que reviste la transformación de la fiscalidad. Se destaca en particular la necesidad de lograr unas finanzas públicas más sostenibles (ver gráfico 2 que muestra la evolución del déficit público en los últimos años) que no continúen en la senda de generar un crecimiento de la deuda pública más allá de lo deseable, que redirija el gasto hacia áreas y programas con alto impacto económico y social, en particular en las áreas sociales, en justicia y seguridad, y en infraestructura económica, y que ponga más énfasis en los impuestos sobre la riqueza y el patrimonio.

Las implicaciones productivas, sociales e institucionales son obvias, además de las macroeconómicas vinculadas a mantener la inflación y el tipo de cambio en rangos razonables. Un gasto social robustecido y de calidad contribuye a aumentar la productividad de las personas; un sistema de seguridad pública y de justicia mejor financiado debería ser también uno más efectivo, lo que fortalece la confianza y promueve las iniciativas económicas de las personas; y más recursos de inversión debe implicar una mayor y mejor infraestructura, la cual facilita la producción y el empleo.

En el caso de la salud y la seguridad social, los tres grandes problemas son la pobre calidad de la atención, especialmente en la red pública, pero también en los centros privados; la insuficiente cobertura de la seguridad social, tanto en términos del número de personas como de los servicios a los que se tiene derecho; y la insuficiencia de los programas de salud colectiva. La reforma pasa por hacer lo que dice la Ley General de Salud aprobada hace 15 años, lo que implica redistribuir responsabilidades y poder, algo que se ha evitado. Pero también pasa por una mayor financiación pública, y por incorporar a las cerca de tres millones de personas al sistema, muchas de ellas probablemente no pobres, pero sin empleador formal, y que les correspondería estar bajo el régimen contributivo-subsidiado.

Es cierto que lograr algunas de estas metas demanda de recursos fiscales, pero también los es que, además de ayudar a garantizar un derecho tan básico con a vivir una vida sana, los servicios de salud, curativos y preventivos, y la protección de la población frente a los riesgos de salud, contribuyen a lograr una mayor productividad del trabajo, a reducir el ausentismo laboral y a aumentar el ingreso real de los hogares porque los libera de la pesada carga financiera que implica la adquisición individual de servicios y medicamentos. En otras palabras, aunque no sean muy visibles, los impactos productivos de una mejor salud son grandes. Eventualmente, también tienen implicaciones tributarias positivas en la medida en que una mayor capacidad de demanda de los hogares y una economía más productiva amplía la base de los tributos.

Por último, una transformación profunda de las políticas para el desarrollo productivo y el empleo deberían poner énfasis en promover no sólo la inversión, que es en lo que frecuentemente se concentra la atención, sino también en incentivar el cambio tecnológico y el aumento de la productividad. Lograr eso con efectividad promovería el empleo, pero además daría soporte a un mejor desempeño fiscal porque es otro factor que expande la base tributaria. Además, promovería la competitividad incrementando los flujos de divisas, lo cual apoya los esfuerzos de crecimiento y de sostenibilidad de la estabilidad macroeconómica. Igualmente, más productividad de las personas puede implicar mayores salarios, lo que se traduce en mayores aportes a la seguridad social, fortaleciendo la capacidad de financiar los servicios de salud.

En síntesis, un mejor sistema eléctrico implica una economía más productiva y una mejor fiscalidad; una mejor fiscalidad puede traducirse en una población con más capacidades, y una economía más productiva y menos vulnerable a crisis; una mejor salud también contribuye a una economía más productiva; y una economía más productiva y competitiva apoya unas finanzas públicas más sanas, empleos de mayor calidad y una seguridad social más sostenible.
Esas son las sinergias transformadoras que hay que potenciar.

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