Tenía que morir cualquier cantidad de personas para que las autoridades supieran que la fabricación y venta de bebidas alcohólicas ilegales sin respetar ninguna norma es una realidad extendida.

Quienes se dedican a esa práctica criminal compran insumos abiertamente, empezando por la melaza a partir de la caña de azúcar, operan en patios o en fincas, y colocan sus productos venenosos en una red de colmados en los barrios populosos del Gran Santo Domingo, Santiago y otros pueblos.

Ese tráfico tiene años ignorado por la Policía, Salud Pública y todos los agentes de control social alérgicos a atender violaciones “menores” que sin embargo tienen un impacto destructivo en las personas.

El comercio al por mayor y detalle es tan extendido como el consumo, sea en botellas de cualquier dimensión o expedido directamente por “medidas”, al detalle.

En fin, que la muerte en masa de tantas personas permite el destape de una realidad que ya “aceptaban” como algo normal, porque al ser informal es un medio de sobrevivencia de los pobres.

La permisividad, la tolerancia y la falta de autoridad dieron lugar a que ahora esa práctica termine con saldos tan letales. Solo ayer murieron cinco personas más en el Gran Santo Domingo para completar 38.

Esa tragedia, que lo es, ha sido silenciada por el drama que todos vivimos de la COVID-19. Como la gente está muriendo cada día a causa de esa enfermedad, los fallecidos por el consumo de las bebidas ilegales pasan bajo solapa, como si nada.

Pero es un verdadero escándalo, que una vez más demuestra la falta de control social y el penoso desempeño de unas autoridades represivas que evidentemente no cumplen su función.

Quizás otra cuestión sea el foco de atención en estos meses y es una pena que la gente muera de esa forma, prácticamente sin consecuencias.

Y lo peor de todo, pese a que hay algunos detenidos, la gente sabe muy bien que esa barbaridad va a continuar. Las causas que la determinan siguen vigentes.

¡Qué lastimoso!

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