Antonio Pigafetta -un explorador, geógrafo y cronista al servicio de la República de Venecia-, es uno de los más grandes mentirosos de la historia. Un mentiroso compulsivo, un fabulador, si se quiere, un hombre con una imaginación tan desbordada que todo lo que dice parece mentira. o por lo menos fantasioso. Para comprobarlo basta leer su famosa “Relación del primer viaje alrededor del mundo”.
García Márquez lo menciona en una pieza de antología, en esa obra maestra, vibrante y conmovedora, que fue su discurso de aceptación del Premio Nobel en1983. Y desde que lo menciona delata sus simpatías, se hace cómplice de las habladurías de ese Pigafetta que a su manera es uno de los fundadores del realismo mágico.

Así, enfundado en un liqui liqui (un traje típico de Venezuela), y con el más descarado ensarte de embustes en la boca se presentó García Márquez ante los estirados miembros de la Academia Sueca, que vestían de frac:

“Antonio Pigafetta, un navegante florentino que acompañó a Magallanes en el primer viaje alrededor del mundo, escribió a su paso por nuestra América meridional una crónica rigurosa que sin embargo parece una aventura de la imaginación. Contó que había visto cerdos con el ombligo en el lomo, y unos pájaros sin patas cuyas hembras empollaban en las espaldas del macho, y otros como alcatraces sin lengua cuyos picos parecían una cuchara.
Contó que había visto un engendro animal con cabeza y orejas de mula, cuerpo de camello, patas de ciervo y relincho de caballo. Contó que al primer nativo que encontraron en la Patagonia le pusieron enfrente un espejo, y que aquel gigante enardecido perdió el uso de la razón por el pavor de su propia imagen”.

Antonio Pigafetta participó en la expedición que, al mando de Magallanes, dió por primera vez la vuelta al mundo, un viaje de circunnavegación que duró tres años, apenas tres añitos, y que Pigafetta describió e inventó con lujo de detalles en italiano: “Relazione del primo viaggio intorno al mondo”.

Edoardo Galeano describe el fin del viaje, con visos de alucinación, en una historia que forma parte de las gloriosas páginas de “Memoria del fuego”:

“El más largo viaje jamás contado.

“Nadie los creía vivos, pero llegaron anoche. Arrojaron el ancla y dispararon toda su artillería. No desembarcaron en seguida ni se dejaron ver. Al amanecer aparecieron sobre las piedras del muelle. Temblando y en andrajos, entraron en Sevilla con hachones encendidos en las manos. La multitud abrió paso, atónita, a esta procesión de esperpentos encabezada por Juan Sebastián de Elcano.

“Avanzaban tambaleándose, apoyándose los unos en los otros, de iglesia en iglesia, pagando promesas, siempre perseguidos por el gentío. Iban cantando.

“Habían partido hace tres años, río abajo, en cinco naves airosas que tomaron rumbo al oeste. Eran un montón de hombres a la ventura, venidos de todas partes, que se habían dado cita para buscar, juntos, el paso entre los océanos y la fortuna y la gloria. Eran todos fugitivos; se hicieron a la mar huyendo de la pobreza, del amor, de la cárcel o de la horca…

De los doscientos treinta y siete marineros y soldados que salieron de Sevilla hace tres años, han regresado dieciocho. Llegaron en una sola nave quejumbrosa, que tiene la quilla carcomida y hace agua por los cuatro costados. Los sobrevivientes. Estos muertos de hambre que acaban de dar la vuelta al mundo por primera vez”.

Otro memorable cronista y circunnavegador del mundo fue Sir Francis Drake, el para nosotros infame Francis Drake. El prestigioso corsario, al que Inglaterra confirió título de nobleza, no escribió una, sino dos relaciones sobre sus viajes, pero Drake era inglés y escribía en inglés y su obra carece del salero de la fantasiosa lengua italiana y del fogoso temperamento latino. Le falta la chispa y la gracia que nunca han tenido los ingleses.
Sólo Pigafetta era capaz de imaginar algo como lo que menciona García Márquez:

“Hemos visto aves de diferentes especies: algunas parecía que no tenían cola; otras no hacen nidos, porque carecen de patas; pero la hembra pone e incuba sus huevos sobre el lomo del macho en medio del mar. Hay otras que llaman cágasela, que viven de los excrementos de las otras aves y yo mismo vi a menudo a una de ellas perseguir a otra sin abandonarla jamás hasta que lanzase su estiércol, del que se apoderaba ávidamente. He visto también pescados que vuelan y otros reunidos en tan gran número que parecían formar un banco en el mar”.

En la descripción de los nativos de la Patagonia, la fértil imaginación de Pigafetta se agiganta, describe a unos seres que debían tener diez o doce pies de altura:

“Este hombre era tan alto que con la cabeza apenas le llegábamos a la cintura. Era bien formado, con el rostro ancho y teñido de rojo, con los ojos circulados de amarillo, y con dos manchas en forma de corazón en las mejillas. Sus cabellos, que eran escasos, parecían blanqueados con algún polvo. Su vestido, o mejor, su capa, era de pieles cosidas entre sí, de un animal que abunda en el país, según tuvimos ocasión de verlo después. Este animal tiene la cabeza y las orejas de mula, el cuerpo de camello, las piernas de ciervo y la cola de caballo, cuyo relincho imita. Este hombre tenía también una especie de calzado hecho de la misma piel. Llevaba en la mano izquierda un arco corto y macizo, cuya cuerda, un poco más gruesa que la de un laúd, había sido fabricada de una tripa del mismo animal; y en la otra mano, flechas de caña, cortas, en uno de cuyos extremos tenían plumas, como las que nosotros usamos, y en el otro, en lugar de hierro, la punta de una piedra de chispa, matizada de blanco y negro. De la misma especie de pedernal fabrican utensilios cortantes para trabajar la madera”.

En cuanto a “Las mujeres —dice Pigafetta—no son tan grandes como los hombres, pero en cambio son más gruesas. Sus pechos colgantes tienen más de un pie de largo. Se pintan y visten de la misma manera que sus maridos, pero usan una piel delgada que les cubre sus partes naturales. Y aunque a nuestros ojos distaban enormemente de ser bellas, sin embargo sus maridos parecían muy celosos”.

En otro pasaje inverosímil de su crónica, Pigafetta habla de una isla muy remota en la que viven unas personas bajitas, tan bajitas de estatura que no alcanzan el medio metro, y con unas orejas tan largas que les llegan a los pies.

Que todo esto sea verdad o mentira no tiene la menor importancia. En los tiempos que corren nada mejor que una buena fábula para desintoxicar la mente, la mía y la de los posibles lectores. Si acaso lo he conseguido fantaseando sobre este tema, me siento más que complacido.

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