¿Que dentro de la escala de los seres humanos / hay muchos que suponen que nosotros no vamos / más allá del alcance de un plato de sancocho?
FRANKLIN MIESES BURGOS
(Paisaje con un merengue al fondo)

Semiología del hambre

Cada sabor, cada sapidez, cada regusto es dardo que atraviesa la carne flaca de la reminiscencia colectiva, que se clava y desgarra la masa inerme del instinto y del destino. Comer es, tanto así, un acto de clarividencia y un trance de utopía. Concurren, al ingerir, estética y poética y devoción insondable. Saborear es siempre formular un discurso recóndito acerca de uno mismo. Todo plato es una imagen y una crítica sobre lo imaginario y lo real, sobre lo pasado y lo futuro, sobre lo simbólico y lo tentadoramente concreto.

“El rico come; el pobre se alimenta”, sentenció Francisco de Quevedo. Alimentarse es, ni más ni menos, embuchar, tragar lo indispensable para subsistir. Se alimenta el mendigo, se alimenta la bestia. Comer es suerte distinta: acaso una destreza más allegada a la retórica que a la fisiología.

Se escribe un libro de comida como se escribe un libro de sonetos. En tanto el alimento es siempre el mismo, la comida es tenazmente otra. Comer es deseo, voluntad, imaginación que se saborea y se palpa; ilusión persistente que invade la nariz y los ojos y se deshace con ecos de erotismo. Alimentarse es biología; comer es cultura. La comida es un tropo, una metáfora de la alimentación.

La criolla pitanza.

Salven los pavos

Que uno sepa, no fue el Mayflower quien en 1621 depositó en estas playas a nuestros remotos abuelos. Como tampoco existía, en los días de Osorio y las ‘devastaciones’, motivo cualquiera para agradecer la abundancia de algo, a no ser la miseria. Pero la pícara historia, la frívola y enigmática historia nos lleva ahora por un sendero confundido. Celebramos el Thanksgiving Day con falsificado deleite anglosajón, engullendo pavos rellenos y pastel de calabaza. Situación que comprueba el extravío de aquella poética de la escasez y del instinto que, con gran sufrimiento, pudimos conquistar dentro de la tiniebla del siglo XVII.

En tal caso, me permito sugerir a nuestros diligentes legisladores la consagración (mediante ley de cumplimiento obligatorio y con castigos infamantes para sus transgresores) del último jueves de noviembre como ‘Día Nacional de la Inopia’.

Estaríamos así ante una muy provechosa circunstancia para que nuestros hijos conocieran, por ejemplo, el sancocho de siete carnes: hallazgo feliz de la oportuna y sutil perspicacia ancestral. Al mismo tiempo, tal ocasión nos permitiría salvar la vida de miles de inocentes pavos, quienes nunca podrían imaginar el grado de ignorancia de los dominicanos en la materia histórica.

La mestiza pitanza

Tócale a él, a Hugo, transitar entonces desde las crónicas de Indias hasta los memoriales y fastos de viajeros y exploradores. Quizá recorrer desde las originarias visiones sorprendidas (“Saltó una lisa como las de España propia en la barca… los marineros pescaron y mataron otras y lenguados y otros peces como los de Castilla… albures, salmones, pijotas, gallos, pámpanos, lisas, corvinas, camarones, y vieron sardinas”), hasta arrimarse al piadoso consuelo del rapsoda (“Darémosle de nuestros alimentos / Guamas, auyamas, yucas y batatas. / Darémosle cazabis y maíces / Con otros panes hechos de raíces. / Darémosle jutía con ajíes, / Darémosle de gruesos manatíes / También guariquinayes y coríes”).

Alargado y difícil ha sido el trayecto. Luego del primer atisbo, de la vislumbre ingenua y mágica, se desatan las furias. En menos de un siglo sucumben aquellos seres virginales (“¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes que estaban en sus tierras mansas y pacíficas?”), pobladores de unos campos “todos labrados como la campiña de Córdoba … en ellas ajes que son unos ramillos que plantan, y al pie de ellos nacen unas raíces como zanahorias …”.

Con palabra de trueno, la ira fanática del medioevo sofoca el burén y silencia el areíto. Otras cepas llegarán de muy lejos, con ataduras y sortilegios y asombros. Otra noción de la vida pisará los suelos de Anacaona y Maniocatex. “Negros bozales al fiado”, cosecha de cacerías humanas en el África remota, traen su dolorido bagaje de estupor a estos lares inexplicables. El mestizaje de blancos y oscuros inicia así su lento andar, cuando todavía ondean en el patíbulo los cuerpos de las últimas cacicas de la Hispaniola. (Comentario acerca del ensayo Itinerario histórico de la gastronomía dominicana, de Hugo Tolentino Dipp).

Una flor a María

Aquella muchacha dominicana (27 años, un hijo, sin dinero ni empleo) llega a España con la única coraza de su bravura. Enterrada en la cocina de un club en la madrileña calle de Ferraz, esquina con Plaza de España, ella friega los platos en que Diego Guerrero, el gran chef de la estrella Michelin, ha ofrecido sus hors d’oeuvre en el crepúsculo tenue de aquella sala opulenta.
Durante 15 horas sucesivas (día tras día y enjoyada tan solo de una clara sonrisa) la muchacha recoge y baldea los desperdicios. Por largo tiempo, obsesiva y tenazmente; cada jornada, todas las jornadas. Hasta ese momento pregnante en que ella declara: “Sí, yo puedo”. Y después, bajo el fulgor de cielos que despiertan, será la clarinada del triunfo: su exaltación rotunda como Premio Nacional de Gastronomía al Mejor Jefe de Cocina de España.

Todo esto en un espacio, el ibérico, donde maestros de la culinaria como Juan Mari y Elena Arzak, Ferrán Adriá, Santi Santamaría y Martín Berasategui elevaron el oficio de cocinar a la jerarquía de arte universal; muy por encima del contorno histórico de una tarea de índole oscura, modesta y con raíces clavadas en el origen y la permanencia de la vida humana.

Nadie pasará por alto que hablo de María Marte. Ella, que nació en Jarabacoa hace 41 años, es ahora festejada en Madrid como una ‘Cenicienta Michelin’, a cargo de la fastuosa cocina de El Club Allard. Una celebridad que mantiene con firmeza el par de estrellas que desde años exhibe su recinto. (En el júbilo por esta apoteosis, y tal si fuese rapto de embeleso culinario, María crea un plato nombrado Flor de Hibiscus: escultura construida en caramelo, con espuma de Pisco Sour sobre un crumble de pistacho).

Ella pisó Madrid hace 14 años, ataviada sólo de fantasías y de coraje. Y María viene ahora al Madrid Food Festival de New York como emblema de dignidad de la alta gastronomía española. Ella y su energía, María y su empecinada voluntad, más que palabras, más que exclamaciones merecen nuestra reverencia. Y una flor.

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