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Hay momentos en los que la política, la inspiración y la conciencia se entrelazan. Este es uno de ellos. Desde la intelección del dominicano —de cualquier dominicano que pretenda pensar la historia con honradez—, Haití no es un acontecimiento distante, sino el espejo inevitable que revela, a un tiempo, nuestro acervo y nuestras flaquezas. Quien crea que podemos salir indemnes del naufragio haitiano, no entiende la geografía que nos une, como tampoco advierte el adeudo histórico que nos fuerza.

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I. Los orígenes: génesis de una singularidad

Haití nace en 1804 tras la revolución de esclavos más radical de la era moderna. Fue una hazaña —sería mezquino negarlo— pero también una declaración de soledad. Un Estado fundado por antiguos esclavos que expulsó a sus élites blancas y mulatas, que cerró puertas a la inmigración y que, asfixiado por la indemnización impuesta por Francia en 1825, hipotecó su futuro financiero. Mientras en la parte española la Corona alternaba el abandono con una lenta integración al mundo atlántico, el naciente Haití se encerraba en su épica.

II. La ocupación de toda la isla (1822 1844)

En 1822 la joven república haitiana ocupó Santo Domingo. Durante veintidós años gobernó toda la isla con mano militar y un proyecto igualitarista que chocó con la cultura hispánica, el catolicismo y la tradición de derecho romanista dominante en el este de la ínsula. Aquella experiencia dejó heridas profundas: propiedad expropiada, idioma impuesto, culto vodou frente a la liturgia católica, y un resentimiento recíproco que aún condiciona el subconsciente colectivo. Jean Pierre Boyer pretendía la unidad, pero administró una dominación percibida como ajena y centralista. Cuando los dominicanos proclamamos la independencia en 1844, sellamos más que una ruptura política: consolidamos dos horizontes que, con el tiempo, devendrían incompatibles.

III. Trabajo forzado y dictadura: de Duvalier a la diáspora

En el siglo XX, los gendarmes estadounidenses ocuparon Haití (1915 1934) y alentaron el code rural que reforzó la servidumbre. Pero fue en 1957, con François Duvalier —Papa Doc— y luego con su hijo Jean Claude, cuando el país ingresó en el infierno. Milicias Tonton Macoute, culto a la personalidad, persecución política y un éxodo masivo. Al morir Baby Doc en el exilio (2014), Haití ya no contaba con instituciones sólidas: había un vacío que ninguna elección logró llenar.

IV. El derrumbe: de la esperanza al gobierno de las pandillas

Haití: el vecino a un paso del abismo

La caída de Duvalier abrió un intervalo de ilusión democrática: Aristide en 1990, la intervención de la ONU en 1994, promesas de inversión. Pero nada cuajó. Terremotos, huracanes y un aparato estatal sin musculatura ahogaron cualquier brote. Hoy, las bandas —G9, 400 Mawozo y decenas más— ejercen soberanía de facto. Cobran peajes, secuestran escolares, controlan puertos. Ya no hablamos de un Estado fallido; hablamos de una geografía reconfigurada por la violencia.

V. El presente: la frontera como línea de fractura

En nuestros hospitales fronterizos, siete de cada diez partos ya son de madres haitianas. En Dajabón y Pedernales el comercio se ha transformado en refugio. El Ejército dominicano detiene a diario a migrantes que no huyen de la pobreza, sino de la guerra privada librada por las bandas. Si Haití colapsa —y, seamos francos, está colapsando— nuestra soberanía, nuestra seguridad sanitaria y nuestro tejido social se verán amenazados. No por invasiones militares, sino por la marea humana.

VI. Una propuesta desde la razón liberal (y la prudencia patriótica)

  1. Blindaje fronterizo inteligente. Construir un muro fronterizo, con puestos de vigilancia militar espaciados a lo largo de la línea divisoria con Haití. Instalar un sistema inteligente de blindaje, con drones, sensores térmicos, puestos sanitarios y un registro biométrico binacional administrado con ayuda de la OIM (Organización Internacional para las Migraciones).
  2. Corredores humanitarios regulados. Crear tres pasos oficiales donde la Cruz Roja y ACNUR (Agencia de la Organización de Naciones Unidas para los Refugiados) administren el flujo de desplazados, evitando que las bandas usen la frontera como ruta de tráfico.
  3. Regularización y repatriación digna. Documentar a los haitianos ya integrados en la economía formal dominicana, y repatriar —con apego al debido proceso— a quienes no cumplan los requisitos. El objetivo: separar al trabajador honesto del traficante de armas.
  4. Diplomacia ofensiva. Santo Domingo debe liderar una coalición que involucre a Estados Unidos, Canadá y Francia. Sin ellos no habrá seguridad ni inversión. No reclamamos tropas dominicanas en Puerto Príncipe; pretendemos que quienes tienen poder de fuego asuman su responsabilidad.
  5. Plan Marshall caribeño. Zonas francas binacionales en Ouanaminthe —Dajabón y Belladère — Comendador, con incentivos fiscales de veinte años y financiamiento del BID (Banco Interamericano de Desarrollo). El empleo es la forma más eficaz de desarticular una banda.
  6. Misiones de policía civil internacional. No se trata de repetir la MINUSTAH (Misión de Estabilización de Naciones Unidas en Haití), sino de una fuerza limitada, con mandato de desarme y reforma judicial, acompañada por jueces itinerantes haitianos y dominicanos que encarcelen a los jefes de pandillas.
  7. Educación bilingüe creole español en la franja fronteriza. Formar mediadores culturales capaces de servir en tribunales, hospitales y escuelas. Sin comunicación no hay integración posible.
  8. Inversión en salud pública compartida. Construir hospitales en la zona limítrofe, operados por consorcios dominico haitianos, con financiamiento de la OPS (Organización Panamericana de la Salud) y la Unión Europea. Evitamos así que nuestras salas de emergencia colapsen y que los haitianos mueran sin atención.

VII. Conclusión: deber moral y lucidez histórica

Haití: el vecino a un paso del abismo

Negar el drama haitiano es un acto de miopía; asumirlo en solitario, un suicidio altruista. Propongo una tercera vía: una política de defensa racional unida a una ofensiva diplomática que obligue a los responsables históricos —Francia, EE. UU., Canadá— a comprometer recursos y presencia. Haití no se reconstruirá con discursos de ONG ni con limosnas; se reconstruirá con instituciones, seguridad y trabajo.

Como dominicanos debemos proteger nuestra casa. Pero recordemos, parafraseando a Mario Vargas Llosa, que la libertad y la dignidad se defienden mejor cuando no se mezclan con la indiferencia. Haití está a un paso del infierno; nosotros estamos a un paso de Haití.

Nuestro deber, y quizá nuestro destino, sea tender una mano firme: una mano que salve, pero que también imponga reglas. Solo así la isla volverá a merecer su antiguo nombre: La Española. La tierra donde dos pueblos distintos aprendieron a convivir sin devorarse.

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