Un lugar apacible. La casa solariega de don Emilio Rodríguez Demorizi en la calle Mercedes. De unas paredes dichosamente iluminadas cuelgan las pinturas. Más de veinte obras. Quince artistas.

Notas, al entrar, la fragilidad de don Pedro René Contín Aybar. En la imagen creada por Ángel Botello Barros trasciende su morbidez, alargada en una relajación cautelosa (con manos prestadas del Greco). Te roba la atención el Retrato de Padre dispuesto por Celeste Woss y Gil. Aquel rostro de pinceladas concisas navegando en el temblor oscuro de un silencio. Dentro de manchas retorcidas, venáticas (ya lo has visto), el canon de Yoryi Morel engarza una estampa de ruralía sibilina e inquietante. Creerás en la justicia infinita del espejo: está de vuelta la Marímbola criolla de Cesteros, tal si fuere Maribárbola teutona de Meninas.

De repente, la cabeza de bronce de Vela Zanetti (la que amasara en barro Manolo Pascual) se inclina y te sonríe. Has visto la inundación de astillas de sol rojo naranja sobre el horizonte reseco en el atisbo mexicano de Darío Suro. Rebotan los cacharros y alguien pulsa una guitarra escondida en el bodegón de Jaime Colson. El alboroto de ‘bacás’, en un extremo de la sala, anuncia la consagración de Ada Balcácer como ninfa de los bosques y las aguas.

Sin asombros. Descubriste ya los orificios. Tocaste el fondo. Ahora estás del otro lado del espejo. Lo sabes. En la pradera vasta del corazón de un artista nacen las escrituras del sueño. Eres el signo de un delirio. En algún instante, dentro de una casa solariega, quizá en alguna calle con nombre de mujer, tu imagen grabada en el lienzo colgará también de una pared felizmente iluminada. No sé por cuántas horas. Acaso hasta el punto en que la buena estación propicie el rescate: la llegada de un ojo educado que te devuelva a la vida…
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Del catálogo de la exposición Marímbola; Galería Mamey; 21 de marzo de 2019.

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