En esta semana se cumplen 63 años de la gesta del 14 de junio. La caída del régimen trujillista tuvo su inicio en los escenarios heroicos de Constanza, Maimón y Estero Hondo. Poncio Pou Saleta, uno de los sobrevivientes de esta proeza, escribió un libro: “En busca de la libertad. Mi lucha contra la tiranía trujillista”. Estas fueron mis palabras en la presentación de la obra del héroe nacional.

Fidel Castro cumple el compromiso. A finales de enero de 1959, el victorioso comandante llama a los exiliados dominicanos para definir los detalles de la invasión armada. Se inicia el reclutamiento de los guerreros. Poncio viaja desde Venezuela, en un avión de la Fuerza Aérea Cubana, con 46 voluntarios. Su destino es el Campamento Mil Cumbres, cerca de la cordillera de Los Órganos. Allí se congregan doscientos veinte hombres: de la República Dominicana, de Cuba, de Venezuela, de Puerto Rico, de los Estados Unidos, de Guatemala, de España. Dentro de poco tiempo, el instructor y comandante del Campamento Mil Cumbres se llamará José Horacio Rodríguez Vásquez.

Rómulo Betancourt aporta 250 mil dólares a la causa de la sublevación dominicana. Fidel entrega los pertrechos y las armas de guerra. Para que la revolución dominicana no fuese catalogada de “fidelista”, se prohíbe a los expedicionarios el uso de barba y pelo largo. A las tres de la tarde del domingo 14 de junio de 1959 sale de Cuba un avión con cincuenta y cuatro combatientes. El destino es Constanza. El resto de los expedicionarios se hace a la mar, en dos embarcaciones, el día anterior. La trayectoria los conduce, seis días después, hasta Maimón y Estero Hondo, en las imprevistas riberas del Atlántico.

El avión está pintado con los colores y las insignias de la Fuerza Aérea Dominicana, de la Fuerza Aérea trujillista. Lo que se trata es de confundir a los soldados de guardia en el aeródromo de Constanza, y de tomar las montañas vecinas sin mayores contratiempos. Pero, al aterrizar, la fuerza de los motores del avión lanza por los aires el tablón que habrían de emplear los guerrilleros para descender de la aeronave. Poncio y todos sus compañeros, así, cargados con mochilas y armas, tienen que lanzarse a tierra, sin ayuda ninguna, desde una altura de tres metros. En este primer inconveniente, José Antonio Spignolio pierde los planos de la operación militar y la estrategia guerrillera de la expedición.

El grupo se divide en dos: treinta y cuatro hombres al mando de Enrique Jiménez Moya, Comandante del frente guerrillero; y veinte (Poncio entre ellos) bajo la dirección de Delio Gómez Ochoa. Con gran candor, Johnny Puigsubirá-Miniño escribe en su diario de campaña: “Hemos ganado los dos primeros asaltos al tirano: el desembarco y la seguridad de la selva”.

Los veinte guerrilleros se internan en la montaña tras un disperso tiroteo. Los aviones trujillistas sobrevuelan pronto el escenario de guerra. Sin embargo, un adversario más brutal que el tirano se hará presente poco tiempo después en las montañas del combate; un enemigo más ardiente que la voluntad de batallar, más poderoso quizá que las propias fuerzas de los luchadores: el hambre. Hambre alucinante y sorda, pertinaz; hambre que no mitiga ni aquieta la serranía desolada. A partir del cuarto día, la vida de los expedicionarios se transforma en un combate contra ellos mismos: buscar alimentos, esquivar las tropas de la dictadura, vagar trabajosamente por las lomas, buscar de nuevo alimentos… sobrevivir.

Ha transcurrido casi un mes después del desembarco. Sólo quedan seis hombres del grupo original de veinte: seis criaturas vencidas por el frío, el hambre, los campesinos ignorantes, la soledad, el desamparo. La guerrilla está descalabrada. El ensueño de libertad ha sido roto. Un sacerdote franciscano se ofrece como mediador para la entrega de los sobrevivientes.

Ya es el 10 de julio y los guerrilleros son conducidos a un poblado cerca de Constanza. La muchedumbre se abalanza encima de los prisioneros, los escupe y pide sus cabezas (la historia, burlonamente, se imita a sí misma en todos los martirios). Ahora es la chirona de Constanza y luego será la cárcel de San Isidro y los interrogatorios y el calabozo de la 40; y, finalmente, el juicio y la condena. Y apenas aquel puñado de sobrevivientes…

Poncio ha estado siete meses en la cárcel, junto a sus compañeros Mayobanex Vargas y Vargas, Francisco Merardo Germán y Gonzalo Almonte Pacheco. El simulado indulto ocurre en febrero de 1960. Poncio habrá de permanecer recluido, aislado en su casa, durante nueve meses, so pena de retornar a las gayolas del régimen. Y de nuevo el exilio, en noviembre de 1960. Y otra vez la conspiración, en Venezuela, como instructor en el campamento de Choroní. Por fin, la muerte del tirano, el 30 de mayo de 1961, y su feliz aunque escabroso regreso a la República Dominicana.

Después de tan larga proeza, al término de esta saga que no duerme, estamos convencidos de que sólo el altruismo, la generosidad y la hidalguía han sido los protagonistas de este relato. Y en una libertad que él ha construido con su esfuerzo, Poncio no pide ni pretende nada. Todo su empeño, la dilatada batalla de su vida ha sido únicamente el fruto de un impenitente amor a la libertad, de una obcecada devoción a la dignidad, del más intransigente apego a la honradez y a la templanza.

Héroe, dijo José Ortega y Gasset, es quien quiere ser él mismo. Y Poncio, que no cesa jamás en su autenticidad, ha sido un héroe prominente y ejemplar: héroe en su lucha contra los monstruos, contra los demonios de la perversión; héroe ético, héroe civil que jamás ha reclamado nada, que jamás ha pretendido algo más allá que el amor de su familia, de sus compañeros de lucha y de sus amigos.

La primera victoria del héroe es la que obtiene sobre sí mismo. Y Poncio Pou Saleta, que arriesgó incesantemente su vida por la independencia de todos nosotros, que dejó su juventud en las ergástulas, que comprometió sin tasa todo cuanto tenía y todo cuanto era; Poncio, repito, triunfó sobre sí mismo, sobre las humanas debilidades, sobre la vanidad, sobre la soberbia. Claro que sí, en una época carente de heroísmo, en unos días ausentes de grandeza, Poncio cosecha, con más derecho que ningún dominicano, el título de héroe moral, de héroe de la pureza nacional.

Al presentar este libro, me inclino con fervor, con respeto, con agradecimiento, ante los héroes y mártires de la lucha antitrujillista. Y ruego que esta narración memorable que ha escrito Poncio Pou Saleta para todos nosotros, que este relato de bravura y vicisitudes sin igual contribuya a perpetuar el fuego votivo que en nuestro espíritu ilumina la memoria de la Raza Inmortal.

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