¿Cuántas carreteras y circunvalaciones hacen falta en el país para completar el circuito vial que requiere una nación como la nuestra?

Nuestro país ha realizado un gran esfuerzo de inversión en infraestructura vial durante los últimos decenios. En la actualidad, y a través de una red de aproximadamente 5,400 kilómetros de carreteras y 12,700 kilómetros de caminos rurales, prácticamente todas las ciudades, municipios y parajes del país resultan intercomunicados.

Cabe resaltar que este impulso renovador apuntó, en los últimos años, a perfeccionar un corredor vial que hoy día facilita el acceso a los enclaves turísticos situados entre la capital y el extremo oriental de la isla. En efecto, las nuevas autopistas redujeron de cinco a tan sólo dos horas el trayecto de 185 km entre Santo Domingo y el aeropuerto internacional de Punta Cana. Dicho corredor, asimismo, incluyó el Boulevard Turístico del Este (35 km) y la vía de Bávaro a Miches y Sabana de la Mar (115 km). En este último lugar se proyecta construir un puerto para ferry boats que haría el trayecto hasta Samaná, facilitando el traslado de automóviles de un lado a otro de la bahía.

El propósito explícito del gobierno de alcanzar una meta de 10 millones anuales de turistas requiere, sin embargo, de impulsos adicionales. Se destaca, en primer término, la necesidad de mejorar el acceso a los recursos turísticos de la zona Norte. Ya se han reconstruido las dos antiguas carreteras que comunican Santiago y Puerto Plata. Emerge como necesaria, asimismo, la construcción de una autopista que reduzca a la mitad el tiempo de viaje entre el Cibao y Puerto Plata, principal núcleo turístico y comercial de la costa atlántica.

En la misma dirección, resultaría prioritario el mejoramiento y la ampliación de la carretera de Puerto Plata a Sosúa, Gaspar Hernández, Río San Juan, Nagua y el aeropuerto de El Catey, en la provincia de Samaná. De igual manera, la construcción de una vía de altas prestaciones entre Puerto Plata y Montecristi serviría para el aprovechamiento público de las numerosas ensenadas y los lugares de vibrante ecología diseminados en este trayecto; hasta ahora, desconocido y casi despoblado. Hacia el Sur, haría falta completar, también con carreteras de mejores características, la conexión entre Baní, San Juan de la Maguana y Elías Piña; lo mismo que entre Baní, Azua, Barahona, Oviedo y Pedernales.

En cuanto se refiere a las vías de circunvalación, las principales ciudades del país disponen hoy día de carreteras que evitan los inconvenientes de circular dentro de poblaciones con calles estrechas y congestionadas. Existen actualmente vías de circunvalación en Santo Domingo, Santiago, Puerto Plata, Villa Altagracia, Bonao, La Vega, San Pedro de Macorís, La Romana… En proceso de licitación y/o construcción existen proyectos para rodear Azua, Baní, San Juan de la Maguana y Barahona. Haría falta construir carreteras que circunden, asimismo, las poblaciones de Higüey y San Francisco de Macorís.

¿En cuáles puntos deberían estar ubicadas, tanto las carreteras como las circunvalaciones?
El lugar en que ha de localizarse una vía de circunvalación dependerá de la extensión territorial, la población y la actividad económica de cada ciudad. Como premisa, los puntos de entrada y salida de una ruta de este tipo deben quedar fuera del patrón de movimiento existente en el ámbito urbano. En el caso de ciudades con menos de un millón de habitantes, y en una perspectiva de 30 a 40 años, parecería suficiente alejar entre dos y cuatro kilómetros del perímetro poblado los puntos extremos de una circunvalación. Por otra parte, y con el objeto de mantener un flujo ininterrumpido en los vehículos, el proyecto de circunvalación habría de considerar asimismo pasos a desnivel y control de accesos en todas las intersecciones.

¿Se podrían hacer esas carreteras y circunvalaciones bajo el esquema de concesiones?
Aunque en otros países de América el modelo de concesiones ha logrado crédito y aceptación pública, ese no ha sido nuestro caso. La concesión a empresas privadas para la expansión y sostenibilidad del sistema vial de Chile, Colombia, México, Argentina, Perú y Panamá, por ejemplo, funciona sin mayores tropiezos.

Por otra parte, la necesidad de recursos para sostener el sistema vial dominicano es ingente. El valor de reemplazo de la infraestructura vial dominicana alcanza en la actualidad una cifra cercana a 22% de nuestro PIB nominal (de US$114,000 millones en 2022). En palabras sencillas: si deseáramos construir de nuevo las autopistas, las carreteras y los caminos vecinales que hoy existen, partiendo de cero, la inversión necesaria alcanzaría unos 25,000 millones de dólares. La conservación asidua y efectiva de este acervo –y ahí tocamos un punto sensitivo– costaría cada año alrededor de 4.0% de dicho valor patrimonial. Hablamos, en tal caso, de un monto en el orden de 1,000 millones de dólares (4.0% de 25,000 millones de dólares); esto es, un promedio anual de 56,000 millones de pesos. Las recaudaciones del Fideicomiso RD Vial, gerente de las estaciones de peaje situadas en las carreteras nacionales, alcanzaron, en 2022, el equivalente de unos 140 millones de dólares; esto es, menos de 15%, de los recursos necesarios para mantener el sistema.

Pero los ingresos fiscales de nuestro gobierno resultan escasos, de igual manera, para abordar las inversiones inaplazables en educación, salubridad y otros servicios sociales básicos. Por tal razón, hemos de entender que la red de carreteras y caminos puede y debe financiarse, sustancialmente, a través de tarifas a cargo de los usuarios de vehículos, un grupo que visiblemente no requiere de subsidios; esto es, de la transferencia de recursos generados por otros sectores de la economía.

Un viejo axioma de la economía del transporte señala que cada peso no invertido a tiempo en la conservación de una vía ocasiona pérdidas entre dos y cuatro pesos a los usuarios de vehículos (mayor consumo de combustible y lubricantes, deterioro acelerado de neumáticos y del sistema de suspensión, rotura de piezas, reducción de velocidad y mayor tiempo de viaje…). Y, lo peor, que estos costos adicionales se transfieren, sin más, como un gravamen al resto de la sociedad, aumentando de manera generalizada los precios de mercado de bienes y servicios.

Desde el punto de vista económico y cultural, sin embargo, la intelección de este problema resulta muy compleja. No estoy convencido de que la población entienda en realidad que las carreteras representan servicios públicos, comparables al suministro de costos de energía eléctrica y agua potable, o al servicio de comunicaciones telefónicas y de telecable, por cuyo usufructo el usuario ha de pagar inexorablemente una tarifa.

¿Qué tanto dinamizaría la economía la construcción de esas carreteras y circunvalaciones?
Las obras de infraestructura son un factor indispensable en la perspectiva del crecimiento socioeconómico. Contribuyen, al mismo tiempo, a superar la pobreza y la marginación e incrementan la competitividad. Facilitan el traslado de las personas, los bienes, las mercancías y permiten que los servicios fundamentales de educación, salud y seguridad pública lleguen a la población de manera oportuna y eficaz. Una adecuada infraestructura promueve el crecimiento económico, a la vez que mejora las condiciones de vida de una sociedad.

Soy optimista y siempre creo que cualquier tiempo pasado fue peor. Reconozco y celebro los ostensibles trazos de progreso alcanzados en nuestra infraestructura de carreteras y caminos. La tarea, hasta hoy, fue “construir” una red vial. Ahora se trata de “conservar” ese patrimonio y de adecuarlo cada día a nuestras necesidades crecientes. Pero la brecha entre las demandas y los recursos disponibles se hace cada vez más amplia. La sociedad nos exige, sin tregua, que compensemos sus penurias con una mayor creatividad, con mayor inteligencia, con mayor prudencia en nuestras actuaciones. No podemos ni debemos olvidar esa responsabilidad esencial.

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