A Marcio Veloz Maggiolo (oficiante de los del número…)

El hombre, desde el origen, anheló seducir las aguas, conjurar la brisa y recuperar la luz del sol. Someter a su voluntad el viento, los ríos y los fulgores. De tan insondable ambición nació la magia. Una larva que engendró luego la técnica y la ciencia.

Así, el hombre se tornó en ‘hacedor’ de ráfagas, de claridades y de aguaceros. (Cuando es cálido el día y el yakuto tiene que emprender un viaje largo, toma una piedra que ha encontrado por casualidad dentro de un animal o de un pez, la rodea con unas vueltas de crin de caballo y la ata en el extremo de un palo. Después ondea el palo a su alrededor pronunciando un conjuro. De pronto, un aliento frío comienza a soplar…/ En ciertos lugares de Australia, los aborígenes disparan hacia el sol flechas encendidas con el objeto de ahuyentar esa bestia salvaje que provoca la luz agonizante del eclipse…/ Para finalizar una sequía y atraer la lluvia, las mujeres y muchachas del pueblecito de Ploska caminan desnudas por la noche mientras arrojan agua sobre la tierra…).

En su roce con la naturaleza, el hombre primitivo creyó descubrir las secretas razones que hacían depender la siembra de las estaciones climáticas. Se adentró, de esta suerte, en los borrosos designios de un arcano que decidía el éxito o el descalabro de las cosechas, y que fijaba oscuras ligazones entre la lluvia y las espigas, entre la luna y los terrones, entre los capullos y el estiaje.

El pensamiento de la magia ha seguido dos grandes trayectos: (1) la idea de que lo semejante produce lo semejante, o que los efectos tienen parentesco con sus causas; y (2) la noción de que las cosas que una vez estuvieron en contacto se intervienen recíprocamente a distancia, después de haberse interrumpido todo contacto físico. El primer principio es denominado por J. G. Frazer como ‘ley de semejanza’, y en él se explica la ‘magia homeopática’ o ‘imitativa’. El segundo precepto es nombrado ‘ley de contacto’ o ‘contagio’, y éste da sustancia a la ‘magia contaminante’ o ‘contagiosa’.

El reino de la magia es la primera jornada del pensamiento humano. Se crean aquí los conjuros, los encantamientos, las supersticiones y los exorcismos, los tabúes, las representaciones y los ceremoniales. El hombre pretende ampliar su señorío sobre la naturaleza y cree en la existencia de un automatismo inconsciente, impersonal, que rige el mundo y sobre el cual es posible obtener ventajas mediante la aplicación, por los humanos, de esas mismas leyes. El mago no ruega a ningún alto poder, no demanda favores, no se humilla ante ninguna deidad. Tan sólo aplica sus conocimientos al ámbito de los fenómenos naturales con el objeto de plegarlos a designios personales o colectivos.

El mago se enfrenta a la naturaleza, exactamente con el mismo concepto que nuestros modernos científicos, y, como ellos, intenta dominar las energías esenciales que mueven la vida sobre la tierra y en el universo. Elabora para estos fines todo un cuerpo de ceremonias, fórmulas, impetraciones y sortilegios que se integran, hoy, al folklore de los pueblos, como supervivencias ancestrales de la antigua conciencia mágica.

Las prácticas de encantamiento se asemejan unas a otras en todos los pueblos de la tierra, aunque no haya existido comunicación alguna entre esos pueblos. Y está claro que no puede ser de otro modo. El objetivo de la magia es siempre el mismo: obtener dominio sobre el tiempo y el orden de los fenómenos naturales. Las supersticiones y las creencias, por ello, no deben ser estudiadas como manifestaciones locales, aisladas, sino como fragmentos de un organismo total e indivisible.

En su denodada lucha por vivir, y ante los misterios que la magia no satisfacía; frente a la evidencia de sus limitaciones, y en presencia de la oscura intuición de que el universo obedecía a una voluntad consciente, el pensamiento humano creó la religión.
Como fórmula suprema, como respuesta fascinada o como imagen de eternidad. La formación del concepto religioso es posterior a la del concepto mágico. Con el correr del tiempo, no obstante, la magia ha tendido a volverse religiosa; y la religión, mágica.

Spengler llama religión “a la conciencia vigilante de un ser vivo en los momentos en que vence, domina, niega y aún aniquila la existencia”. Para Unamuno, la religión, la religiosidad —actitud individual—, nace de la sed de eternidad, de la trágica congoja de ver cómo pasan las cosas y cómo se viene la muerte.

Magia y religiosidad señalaron, en los albores de la historia, las dos grandes rutas por las que habría de transitar el pensamiento humano. Ningún camino distinto ha sido descubierto desde entonces.

El derrotero de la magia condujo al hombre a la inabarcable elevación que es ahora la ciencia. En tanto el trayecto religioso lo asomaba a la contemplación de esa piedra invicta y ciega que es el dogma. De la fusión de magia y religión ha nacido la cultura: el arte, la técnica, el mito, la historia, la literatura…

En América todo es posible, dice la sabiduría popular. ‘Hechicería’ y ‘magia’ fueron algunas de las primeras palabras castellanas pronunciadas en el Nuevo Mundo. Los indios creían que las hierbas hablaban y tenían un sexo. Los dahomeyanos, que trabajaban como esclavos en las plantaciones de caña de la Hispaniola, consideraban que en el principio del mundo existía una deidad suprema doble, de cuya unión nacieron las distintas divinidades o vodús.

Iberoamérica es, todavía por mucho, un mundo en gestación, con babalaos y obatalás y yemanyás que asoman sus torvos hocicos al laberinto metropolitano. Habitamos un espacio intensamente mágico, con ‘toques de santos’ y ‘fiestas de palos’ delirantes, con azabaches y resguardos sigilosos, con sortilegios y expiaciones que nos devuelven al vacío primigenio: al caos inaugural de Mawu-Lisa y al territorio de Changó, señor del trueno.

De tal forma, no nos extrañemos. Habrá alguien, por ahí, vivo y coleando (y muy probablemente con una página web en internet) que ofrecerá algunos vevés (dibujos mágicos) y una que otra invocación a los espíritus de los marasa, a San Nicolás, a San Cosme, a San Damián y a Santa Clara. Las instrucciones serán simples. Prepare las ofrendas: maíz tostado, manioc, batatas, arroz y miel. Luego excave un hueco frente a la puerta principal de la casa y ate a los animales de sacrificio: dos pares de gallinas o un par de palomas. Las ofrendas se entierran en el hueco. Rocíe el suelo con agua y ron. Silencio. El hougan hará algunas invocaciones a la Virgen María para el bienestar de la familia y de los niños. Esta ceremonia se llama mangé-pipi o mangé-dha. También pueden leerse instrucciones para curar el ‘mal de ojo’, las calenturas y hasta el covid-19. ¿Quiere todavía más?
¡Saravá..!.

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