Hace ya 30 años que presenté un libro de Bernardo Vega: “Los primeros turistas en Santo Domingo”. La obra recoge un puñado de crónicas de viajeros (glosadas por el autor) que pasearan por nuestro territorio entre 1850 y 1929. Me arriesgo a imaginar, con la venia de Charles Darwin, el contraste entre el dominicano de hoy y aquel individuo descrito (caricaturizado, en ocasiones, con asombro no exento de desprecio) por los excursionistas del libro de Bernardo.
Nada es igual después de Tomás Alva Edison y Steve Jobs. En algo habremos cambiado. No lo dudo. Digamos que en las transformaciones del instrumental: motocicletas en lugar de mulos y acémilas; celulares que invalidan el código Morse; jerga selvática ahora deshonrando el benigno fluir del castellano viejo. Tal vez, nada más que eso.
Cabrían entonces, de un modo u otro, las interrogantes: ¿de qué nos sirven esos saltos milagrosos en la evolución de los artefactos? ¿Cómo y hacia dónde se orientó nuestro discernimiento vital en los últimos cien años? ¿Cuáles son los nuevos rasgos y qué inéditos valores afloran en el discurso actual del dominicano promedio? ¿En qué dominios (por favor, díganme) hemos humanamente mejorado?
No dispongo de respuestas benévolas ante enigmas de esa talla. Sólo sé que las nociones básicas acerca de nosotros mismos (los imaginarios delirantes, las quiméricas ilusiones creadas en torno a la realidad y la materia de nuestro cuerpo social) divergen, o quizá huyen aturdidas del escenario ahora circundante.
¿Que nuestra gran tragedia como país empieza desde cuando aprendimos a tocar el bongó? ¿Que dentro de la escala de los seres humanos hay muchos que suponen que nosotros no vamos más allá del alcance de un plato de sancocho? Eran esas las preguntas que se hacía el poeta Franklin Mieses Burgos, más de setenta años atrás. Y son las mismas que alguien podrá formularse hoy, ante el pesaroso ‘hic et nunc’ de nuestro interminable rezago.
Los primeros turistas en Santo Domingo (fragmentos)
Harry Franck, escritor norteamericano, es dueño del más extenso y pintoresco de todos los relatos del libro. Este trotamundos, que viajaba por placer y a pie, escribió, entre otros libros, Viaje vagabundo alrededor del mundo y Vagabundeando en los Andes. Franck, que estuvo en el país a principios de 1920, durante la intervención norteamericana, penetró al territorio nacional en automóvil, por Dajabón, a bordo del “fotingo” de un oficial norteamericano que prestaba servicios en Haití. Especialmente curiosa es su descripción de las elecciones presidenciales. Dice él: “Las elecciones duraban dos días. Peludos campesinos eran traídos de las montañas para que votaran enseguida. Luego el ‘cacique’ hacía que los afeitaran para que votaran de nuevo; les hacían un corte de pelo y votaban nuevamente; les daban una nueva camisa y votaban de nuevo. Al segundo día, media docena más de disfraces precedía sus repetidas visitas a las urnas”.
El periodista italiano Mario Appelius viajó en automóvil desde Puerto Príncipe hasta San Juan de la Maguana, en enero de 1928, durante el gobierno de Horacio Vásquez. En Santo Domingo se entrevistó con Monseñor Nouel, quien le expresó su gran admiración por Benito Mussolini y el fascismo italiano.
El autor del último relato es Harry L. Foster, norteamericano, escritor, quien visitó varias islas del Caribe en 1929. A él pertenece esta aguda observación final: “Hoy uno encuentra en Haití una capital moderna, con calles amplias trazadas en forma rectangular, pero un pueblo completamente igual al de los días de Dessalines. En Santo Domingo uno encuentra una ciudad vieja, muy vieja, pero con una población al último minuto, adicta a la acción y al progreso”.
Con poco menos de ochenta años transcurridos entre las visitas de Sir Robert Schomburgk y Harry L. Foster, es curioso que las observaciones de estos turistas-cronistas concuerden en lo esencial: el dominicano es hospitalario y bullicioso, el clima del país es placentero, y las playas y los paisajes son espléndidos. En contraste, la infraestructura es defectuosa y mal mantenida, los servicios públicos resultan ineficientes y la gastronomía típica es grasienta y poco imaginativa.
Cualquiera, entonces, ya casi a finales de siglo, tendría la tentación de pensar que ahora todo es distinto. Y, no cabe duda, a su favor habrá algunas razones: los dominicanos del presente conocen las parábolas y el telecable, viajan al exterior, estudian en una veintena de universidades, manosean seis o siete periódicos cada día, se mueven en ‘banderitas’ o ‘motoconchos’, juegan al ‘fracatán’ y cada cuatro años renuevan la vocinglería y el sueño implacable de la democracia.
Además, el turista de hoy viaja en grandes aviones, se hospeda en hoteles lujosos, chapotea (semidesnudo) en nuestras playas, come ‘fast-food’ y se embriaga de mulatas y merengues. A nadie podría ocurrírsele que estos primeros turistas-cronistas de Bernardo Vega pensaran igual (o sintieran igual) que los canadienses, norteamericanos, alemanes, italianos o rusos que, por oleadas, se desmontan de los vuelos ‘charter’ en Punta Cana o Puerto Plata. Mucho menos podría creerse que todavía existe aquel dominicano montaraz “que no sabía contar más de cinco”, aislado, en el centro de un territorio sin carreteras ni automóviles, desprovisto de toda comunicación con el mundo exterior.
¿Pero acaso se imaginan ustedes que hemos cambiado nuestra manera de ser, sólo por la simpleza de que hayan transcurrido ciento cuarenta y dos años desde la visita de Sir Robert Schomburgk, o tal vez porque nuestro país reciba ahora más de un millón de turistas extranjeros cada año, o quizá porque esos visitantes produzcan la tercera parte de nuestros ingresos de divisas? No, definitiva e irrevocablemente, no hemos cambiado.
Apelemos, pues, a la demostración más simple. Veamos la encuesta realizada (en 1989) por la Secretaría de Turismo entre los visitantes por vía aérea a la República Dominicana. Al responder acerca de “lo que más les gustó del país”, de cada 100 turistas extranjeros, 31 indicaron que la hospitalidad, 20 se refirieron a las playas, 13 hablaron del clima y 12 recordaron los entretenimientos. En resumen, 76 de cada 100 viajeros repetían en 1989 las opiniones que los “primeros turistas” de Bernardo Vega habían expresado setenta o cien años atrás. Sólo a 24 de cada 100 paseantes (excéntricos, sin duda) se les ocurrió elogiar la cultura, los alimentos, el alojamiento y la tranquilidad de esta terra nostra.
Tampoco hubo sorpresas cuando los visitantes se refirieron a “lo que menos les gustó del país”. En efecto, 23 de cada 100 turistas protestaron contra los servicios, 14 se quejaron del aeropuerto y el servicio aéreo, 13 hablaron mal de los alimentos, 8 renegaron del alojamiento y también 8 se querellaron por el transporte en calles y carreteras. En síntesis, que 66 de cada 100 extranjeros formulaban en 1989 las mismas observaciones que ya Hyatt Verrill, Harry Franck y Samuel Guy Inman habían emitido en los turbios días de nuestra montonera.
Así las cosas, ¿de qué vale, para qué sirve este libro vetusto, escrito por gente que ya no existe y que, además, muy poco sabía de nuestra idiosincrasia y de nuestros sueños primordiales? En primer término, pienso que para decorar. Se trata de un libro hermoso, con un aire de apacible antigüedad que, de muchas maneras, encajaría perfectamente en la opulenta infecundidad de un anaquel de caoba centenaria. Pero, lo que es más importante aún, este libro también puede servir para provocarnos, para abrir nuestras heridas y llegar hasta el fondo de nosotros mismos. Finalmente, servirá como una ayuda a la catarsis: a la gran purga de nuestras deficiencias y tachas nacionales.
Ya en Franklin Mieses Burgos había restallado la cuestión: ¿Que el acordeón y el güiro han sido los peores consejeros agrarios de nuestros campesinos? ¿Que fuimos y que somos los mismos marrulleros, los mismos reticentes del pasado y de siempre?
A esa dolorida homilía únicamente nosotros podemos dar contestaciones valederas. Nosotros, únicamente nosotros, albergamos las incertidumbres. Y exclusivamente nuestras han de ser las respuestas. Poseemos, de sobra, dignidad y brío para insuflarle vida al barro de la existencia nacional. Podemos y, sobre todo, tenemos la obligación de refutar la grave oración del poeta Mieses Burgos.
Nos asiste el derecho, pero, más que eso, nos agobia la necesidad de construir un fundamento, una causa que nos guíe hacia el encuentro con nosotros mismos. No somos negros, no somos indios, no somos blancos: así lo expresó Bolívar al referirse al ciudadano del Nuevo Mundo. Quizá seamos un pequeño género humano aparte: distinto, diverso, alejado de todo, excepto de sus propias raíces.
Nuestros son el pasado común y la pobreza, el idioma ancestral y el aislamiento. Pero a nosotros pertenecen, por igual, el mañana y el denuedo, el augurio final y la alegría. Con la semilla de estas semejanzas, con esa materia agridulce que emana de nuestras coincidencias, queremos y, lo que es más importante, podemos hoy levantar un vigoroso árbol de progreso material y moral. Nunca con más pujanza que ahora –he de proclamarlo– somos capaces de construir un sólido y perenne ramaje de identidad que brinde cobijo y adhesión al pueblo postrado.
Pero, antes y dentro de nosotros mismos, está la historia. Si ignoramos el pasado, perderemos el futuro. Con los ojos en el mañana, encontraremos en el ayer muchas razones incesantes para encarar el porvenir. Y, en esa búsqueda, de mucho servirán estas crónicas vetustas. De mucho valdrá, estoy seguro, conocer la cruda mirada y la ya distante sorpresa de aquellos ‘primeros turistas’ que he tenido el honor de traerles esta noche. Tan sólo esa virtud, créanme, basta y sobra para hacer de este libro un gran acontecimiento.
Fragmentos del discurso de presentación del libro “Los primeros turistas en Santo Domingo. Crónicas de viajeros” (1850-1929), Acto celebrado en Casa de Bastidas, Santo Domingo, en febrero de 1993. l