La frustración y la impaciencia, entremezcladas seguramente con una especie de rabia sorda, no permitieron a los hombres del Catalina pegar los ojos esa noche. Todos creían que en ese momento los miembros de los demás grupos habían desembarcado en Santo Domingo, que habían establecido contacto con los miembros del Frente Interno, que de seguro habían distribuido las armas y se hallaban quizás en plena acción. Ellos, en cambio, permanecían varados, al menos por una noche, en tierra guatemalteca. Y todo por falta de un sistema elemental de comunicación.

En verdad cuesta pensar que una expedición tan bien organizada y equipada careciera de algo tan elemental como una radio, un medio de comunicación entre los grupos. Aquellos hombres procedían como quien dice a ciegas.

«Tiempo después —diría un desconsolado Tulio Arvelo con un sentido pesar— cuando me acordaba de mis preocupaciones de esos momentos no podía dejar de sonreír con cierta amargura frente a la realidad de lo que estaba sucediendo a los otros aviones en esos precisos instantes y que por falta de comunicación entre los grupos no se pudo evitar el holocausto que significó la pérdida de las diez vidas que costó nuestra aventura». (1)

Los frustrados aventureros ni siquiera se molestaron en salir del hidroavión. En el hidroavión pasaron la noche contando los segundos, los minutos, las horas. Querían estar listos en cuanto amaneciera para emprender el vuelo e ir a sumar fuerzas con los compañeros que se les habían supuestamente adelantado y así lo hicieron.

«Todavía no había apuntado el sol en el horizonte cuando ya estábamos en actividad. Arrojamos algunas armas de las pocas pesadas que llevábamos y parte del parque que les correspondía. También nos desembarazamos del sobrante de gasolina que a juicio de los aviadores no era necesario para regresar a Cuba.

»Se dio la orden de partida y el Catalina aligerado de la carga en exceso, luego de un corto recorrido por las apacibles aguas del lago comenzó a ganar altura en medio de las manifestaciones de júbilo de todos nosotros. Los más expresivos del grupo eran siempre Gugú Henríquez y Hugo Kundhart quienes dentro del avión y contraviniendo todas las instrucciones emanadas de la tripulación, comenzaron a dar brincos de contento tan pronto notaron que el Catalina había despegado.

»Había comenzado la tan esperada última jornada a cuyo final se encontraba Santo Domingo con su cúmulo de interrogantes». (2)

Era la mañana del domingo 19 de junio de 1949.

El viaje entre el lago Izabal y Santo Domingo fue tan largo como apacible, unas diez o doce horas en total de vuelo apacible y tenso, tan tenso como era de esperarse. Un viaje a la incertidumbre.

Dice Tulio Arvelo que el mayor afán de los hombres era recibir noticias de los demás compañeros y que su único medio de comunicación con el mundo era un radio portátil en el que trataban de sintonizar alguna emisora dominicana. Imaginaban que esa hora la noticia de la llegada de los grupos de Juancito Rodríguez y Miguel Ángel Rodríguez Alcántara había causado un revuelo, una conmoción a nivel nacional, y que las emisoras del país estarían dando cuenta del suceso. De repente Gugú Henríquez estalló en júbilo. Había localizado una emisora, la emisora oficial del gobierno de la bestia, y los hombres se congregaron a su alrededor, pero lo único que escucharon fue música: la célebre Granada de Agustín Lara. No lo podían creer.

El desencanto se posó en todos los rostros, hasta que José Rolando Martínez Bonilla tuvo la sensatez de advertir que aunque se hubiera efectuado el desembarco los medios de prensa del gobierno de la bestia se habrían confabulado para mantener la noticia en secreto y todas las emisoras seguirían tocando música como si nada hubiera pasado. El argumento parecía razonable y suficiente convincente y tuvo un efecto tranquilizante.

Un rato después, cuando se suponía que estaba por llegar la hora cero, el comandante Horacio Julio Ornes se dirigió a su tropa para revelar ciertos detalles desconocidos. Había esperado hasta última hora para decir lo que tenía que decir, ciertos detalles que se habían mantenido en secreto por razones de seguridad. El operativo tendría lugar en Bahía de Gracia, también llamada Bahía de Luperón. Allí había un poblado y un desembarcadero. La gente del Frente Interno, dirigidos por Fernando Spignolio y Fernando Suárez en Puerto Plata, esperaría a unos treinta kilómetros del lugar. Así lo había dispuesto el muy previsor Juancito Rodríguez, temiendo que se produjera una delación, como la que en efecto se produjo.

La delación ya se había consumado con unos días de antelación. Un ex capitán del ejército, Antonio Jorge Estévez (Tonito), resultó ser un infiltrado y delató a Suárez y Spignolio, que fueron apresados, interrogados y después ejecutados el día 20 de junio, un día después de la llegada de los expedicionarios. Años más tarde, el traidor, que todavía seguía activo entre los antitrujillista, sería descubierto y ajusticiado en La Habana.

Dice Tulio Arvelo que, durante la mayor parte del viaje, volando sobre las verdes aguas del Caribe, bajo un cielo azul sin una sola nube, los hombres se entretenían observando las numerosas islas «que iban apareciendo como en una pantalla cinematográfica» (3), hasta que por fin empezó a atardecer y empezó a oscurecer. Lo que significaba que estaban cerca de la meta, que el vuelo llegaba a su fin:

«La noche se nos echó encima rápidamente y de pronto el panorama que contemplaba a través de las ventanillas cambió por completo. Ya no era el verde mar lo que acechaba para descubrir las siluetas de las islas sino el alumbrado eléctrico de pequeñas poblaciones que se presentaban a la vista.

Trataba de adivinar a cuál de ellas pertenecían las exiguas luces que rápidamente pasaban por debajo de nuestra nave.

Lo único que sabía era que ya hacía bastante tiempo que volábamos cerca de las costas de Haití y que pronto sobrevolaríamos territorio dominicano. De pronto alguien aseguró que las iluminaciones que se presentaban en esos momentos eran las de Montecristi y otro ripostó que en realidad se trataba ya de Puerto Plata. A decir verdad nadie sabía a ciencia cierta el sitio exacto sobre el cual nos encontrábamos. Sólo persistía y aumentaba la emoción de que pronto estaríamos pisando nuestra querida tierra». (4)
Habían llegado en efecto a la querida tierra y muy pronto estarían enmarañados en un enredo monumental.

(Historia criminal del trujillato [128])

Notas:
(1) Tulio H. Arvelo, “Cayo Confites y Luperón. Memorias de un expedicionario”, p. 155
(2) Ibid., p. 155
(3):Ibid, p. 156
(4) Ibid. p. 163 l

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