Introducción

En la mañana del lunes 26 de noviembre del 2001, el Señor abrió mi mente leyendo a Ezequiel 36, 16-36 y me dijo a propósito de la Iglesia:

“Cuando la Iglesia era una permanecía en la unidad, se contaminó con su conducta y con sus malas obras; como sangre inmunda fue su proceder ante mí. Entonces derramé mi cólera sobre ella por la falta de testimonio de los cristianos al maltratar en sus conquistas a otros pueblos y derramar su sangre, por el orgullo, soberbia y ambición, por haberse alejado del evangelio y haber puesto su confianza en cosas y personas. Permití que se dispersara y dividiera en comunidades eclesiales y sectas, como dispersé y dividí al Antiguo Israel, cuando pecaron y se contaminaron con sus ídolos; por su proceder y sus malas obras los juzgué. Al llegar a las diversas naciones y ciudades profanaron mi nombre, pues decían de ellos: “Estos son los antiguos católicos, la Iglesia de Cristo, que se han dividido entre sí, fundando múltiples denominaciones; por problemas entre ellos y sus pecados han salido de la única casa de Dios y se atacan entre sí”. Entonces tuve consideración de mi nombre, profanado por la Iglesia dividida en las naciones adonde estaba.

Por eso dije a los cristianos, a la casa del Nuevo Israel dividido: “No lo hago por ustedes, sino por mi santo nombre profanado por su división en las naciones adonde fueron, por Jesucristo, mi hijo muy amado que los fundó para que fueran un solo rebaño bajo un solo Pastor; y por mi Espíritu Santo: dejaré entre ustedes, en cada comunidad eclesial, mi presencia, mi amor y la acción del Espíritu. Mostraré la santidad de mi nombre, que ustedes debieron santificar en la unidad, profanado entre los no creyentes y los más débiles; y sabrán todos los pueblos que yo soy el Señor.

Los recogeré, cristianos divididos, esparcidos en todas las naciones; y los reuniré de todas la Iglesias, comunidades, congregaciones o denominaciones que han fundado y los llevaré a su propia tierra: una única Iglesia, que vive su unidad en la diversidad. Derramaré sobre ustedes un agua que los purificará: de todas las inmundicias y juicios condenatorios que echaron los unos sobre los otros; de las idolatrías en las que cayeron al haber hecho de sus congregaciones la única Iglesia de Cristo, cerrando sus corazones a los demás; y les daré un corazón nuevo, y les infundiré un espíritu nuevo, arrancaré de su carne el corazón de piedra y les daré un corazón de carne, un corazón de ternura y de diálogo; y se pedirán perdón los unos a los otros. Les infundiré mi espíritu y haré que caminen, según el precepto de mi Hijo Jesús: “Un mandamiento nuevo les doy, que se amen los unos a los otros como yo los he amado. En esto conocerán todos que son mis discípulos: si se aman los unos a los otros” (Jn. 13, 34-35). Y habitarán en el único redil que he querido para ustedes: esa es la tierra que di a sus padres. Ustedes serán, entonces, mi único rebaño unido y yo seré su Dios y Padre amado.

Los libraré de sus inmundicias, llamaré al grano que alimenta, a saber, mi Palabra y mi Eucaristía, y lo haré abundar y no los dejaré pasar hambre ni física ni espiritual; haré que abunden en frutos del Espíritu, como árboles plantados junto a los torrentes agua viva, y en cosechas de santidad en los campos de mi viña amada, para que no los insulten los paganos llamándolos “muertos de hambre”, porque fueron perdiendo fuerza al irse alejando los unos de los otros. Al acordarse de la conducta perversa y de sus malas acciones pasadas, de sus divisiones y palabras duras, sentirán asco de ustedes mismos.

Sépanlo bien: no lo hago por ustedes; avergüéncense y sonrójense todos de su conducta, porque todos fueron responsables de la división de mi rebaño, los que se quedaron y los que se fueron. Esto dice el Señor: cuando los purifique de sus culpas, haré que vuelvan a unir las ciudades en un corazón y una sola alma y que los daños y ruinas causados por las divisiones se reconstruyan. Volverán a labrar mi viña golpeada y desolada, después de haber estado baldía a la vista de los caminantes. Dirán: “Esta Iglesia desolada y dividida está hecha un paraíso; y las comunidades cristianas, arrasadas, destruidas, son ahora plazas fuertes habitadas. Y los pueblos que queden alrededor sabrán que yo, el Señor, reedifico lo destruido, planto lo arrasado y uno lo dividido. Yo, el Señor, lo digo y lo hago”.

Conclusión

CERTIFICO que me da alegría retomar este artículo y publicarlo 23 años después, sobre una paráfrasis al texto de Ezequiel 36, 16-36.

DOY FE en Santiago de los Caballeros a los ocho (8) días del mes de febrero del año del Señor dos mil veinticuatro (2024).

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