Introducción

Cuando tenía 14 años, de eso hace 70 añitos, en el liceo, para la fiesta de Duarte, me pidieron un discurso de estudiante. Lo hice. Aquí estoy de nuevo, setenta años después, hablando de Duarte.
De un discurso a una homilía

Permitió la Divina Providencia que, sin yo esperarlo, me encuentre ahora presidiendo esta Eucaristía.
Mons. Polanco Brito tenía deseos de encontrarse aquí celebrando esta misa. Pero tareas urgentes no se lo permitieron. Me pidió, como a su vicario y rector de su Catedral, que lo hiciera en su lugar.

Permítanme, ante todo llamar a esta homilía “Meditación en el día de Duarte en un año de Elecciones”.
El encuentro con la personalidad de Juan Pablo Duarte compromete. Podrán algunos pasar superficialmente sobre sus hechos y dichos al recordar su nombre. Pero, indiscutiblemente, él sigue siendo un interrogante de conciencia para la mayoría de los hombres envueltos en la cosa pública y una inspiración formadora de la conciencia de las jóvenes generaciones.

Interroga la conciencia y la forma a la vez su sentido de servicio a la Patria y al bien general. Marcará su vida y no tendrá en él sabor a demagogia. “Por desesperada que sea la causa de mi patria, siempre será la causa del honor y siempre estaré dispuesto a honrar su Enseña con mi sangre”. Encontrará en Dios y en su fe en la Providencia un auxilio y una fortaleza. “Dios ha de concederme bastante fortaleza para no descender a la tumba sin dejar a mi patria libre, independiente y triunfante”. Con este sentido de servicio, honesto y sincero al país, la política encontrará, entonces, su más noble significación humana y cristiana. El mismo Duarte captaba esta profundidad cuando decía: “La política no es especulación; es la ciencia más pura y la más digna, después de la filosofía, de ocupar las inteligencias nobles…” Veía con toda claridad que no podía separarse esta actividad del sentimiento nacional y éste debía guiar las decisiones y actuaciones. “Todo pensamiento de mejora en que el sentimiento nacional se postergara a la conveniencia de partidos, debía siempre reprobarse, porque, puesto en ejecución, constituía delito de lesa patria”. Su definición de gobierno estará en esa misma orientación: “El gobierno se establece para bien general”.

La ambición, la codicia y el egoísmo han sido la causa de tantos males en la historia del país. No es de extrañar. El Apóstol San Pablo lo sintetiza en su célebre frase: “La codicia es la raíz de todos los males”. En cambio la suncia de la codicia, de cualquier tipo que ésta sea, llámese ambición o egoísmo, será causa de bienes para un pueblo y será, en definitiva, lo que ese pueblo ame y aprecie.

Summer Welles, el brillante historiador norteamericano de “La Viña de Naboth”, que ha conocido como pocos el alma dominicana, nos testifica que Duarte era “una amenaza para la realización de las ambiciones” de los políticos de su época.

Él mismo manifiesta esta carencia de ambición cuando es capaz de renunciar a ciertos cargos para buscar la concordia entre los dominicanos, y cuando pronuncia estas frases: “Si volví a mi Patria después de tantos años de ausencia, fue solamente para servirle con mi alma, mi vida y mi corazón; predicando, como siempre lo he hecho, el amor entre los dominicanos. Nunca fue mi intención ser motivo de discordia o de desavenencias”.

Y la historia le ha dado la razón. Mientras los hombres que en su época brillaron en diferentes actividades públicas y condujeron el país al capricho y vaivén de sus ambiciones yacen sin fuerzas para interrogar o para inspirar consciencias. Duarte sin embargo, con su alma grande, emerge de entre las ruinas dejadas por la codicia, emerge de entre las sombras para dirigir su país.

Su ideal sigue orientando, conduciendo, gobernando el destino de su Patria.

Diríase que él, en un momento de visión de futuro, captó simultáneamente ya los obstáculos que sus sueños tendrían, y la perennidad de los mismos. Y, una vez más, buscó a Dios y repuso en él y en el tiempo su realización: “El buen dominicano tiene hambre y sed de la justicia ha largo tiempo, y si el mundo se la negase, Dios, es la suma bondad, sabrá hacérsela cumplida y no dilatado; y entonces, ¡ay! de los que tuvieron ojos para ver y no vieron… la eternidad de nuestro ideal, porque ellos habrán de oír y habrán de ver, entonces, lo que no hubieran querido oír ni ver jamás”.

Los invito, hombres públicos de hoy y jóvenes que regirán el país mañana, a que beban de esta fuente. Los invito a detenerse y a interrogar sus propias conciencias a la luz de estos pensamientos, a cambiar de rumbo, si es necesario, para buscar otros nuevos inspirados en aquel quien el 15 de marzo de 1844, Mons. Tomás Portes e Infante, a la sazón al frente de la Iglesia Dominicana, lo saludara por primera vez con la exclamación “Salve, Padre de la Patria”. Los invito, finalmente, a un encuentro sincero con Dios. Sólo en las aguas de Dios se purifican las codicias y ambiciones. Sólo a su lado se encuentra fortaleza para llevar un ideal hasta el final. Sólo a su luz se escogerán las mejores decisiones para el bien general. Sólo los providencialistas, diría Duarte, salvarán la Patria.

“En el nombre de la santísima, augustísima e indivisible Trinidad de Dios omnipotente”, como reza el juramento trinitario, se lo pido.

Nota
Homilía tenida en la Basílica-Catedral de Nuestra Señora de la Altagracia, Higüey, en la Misa en memoria de Juan Pablo Duarte, el 26 de enero de 1978. LISTÍN DIARIO, 28 de enero de 1978.

Conclusión
CERTIFICO que el texto arriba transcrito es el mismo que pronuncié en la Basílica de Higüey hace 46 años.

DOY FE en Santiago de los Caballeros a los veintiséis (26) días del mes de enero del año del Señor dos mil veinticuatro (2024).

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