Como bien planteáramos en la pasada entrega, el espacio caribeño ha sido puntual para la permanencia del surrealismo, además de lo real maravilloso que también ha tenido una presencia primigenia, aplicado fundamentalmente a la literatura. Sin embargo, dado que el arte es también un modo de expresión a través de imágenes, el discurso que aflora de su interpretación, bien encaja dentro de la caracterización que Alejo Carpentier se ocupó de nombrar a todo lo insólito y asombroso circunscrito al universo de quien es sujeto receptor del estímulo.
Como bien expone Carpentier en “El reino de este mundo”, “… lo maravilloso comienza a serlo de manera inequívoca cuando surge de una inesperada alteración de la realidad, (el milagro)”. Lo que es perceptible en las transformaciones del sujeto y del objeto en la obra de Iván Tovar, quien , siguiendo al genio de “El siglo de las luces”, devela una revelación privilegiada del entorno “de una iluminación inhabitual o singularmente favorecedora de las inadvertidas riquezas de la realidad… percibidas con particular intensidad en virtud de la exaltación del espíritu que lo conduce a un modo de ‘estado límite’”.
De modo que a través de la producción de Tovar, tenemos el surrealismo como medio de expresión, asimilado con destreza y que generó un modo de representación autónomo y completamente reconocible. Iván fue un maestro en la aplicación del color y, en general, de la técnica. La academia siempre fue parte de su traje, lo que motivó que sus expresiones fueran siempre más pulidas y reales dentro de lo irreal.
Es un hecho que el discurso que aflora de sus creaciones conecta con lo real maravilloso, y es muy probable que en el proceso, esta interpretación devenga por la influencia recibida de la literatura de su tiempo, en especial, del movimiento de “La Poesía Sorprendida” en Santo Domingo. Esto así, por el hecho de que Tovar fue discípulo y amigo de dos de sus máximos exponentes, el poeta Franklin Mieses Burgos y el pintor y poeta Gilberto Hernández Ortega. Continuará