El “Maldito Tíguere” ha escarbado por toda la geografía nacional en busca de ritmos y vocablos africanos

Dagoberto Tejeda, o simplemente Dago para los amigos que lo queremos, admiramos y también “maldito tíguere”, es, sin quizás, el dominicano más representativo de nuestra cultura, de nuestra dominicanidad, aunque no esté en el libro Guinness. No porque sea descendiente directo de Guacanagarix ni de Lembá y puede ser que de ambos, sino por sus conocimientos y el trabajo de rescate de nuestros valores profundos y orígenes.

Los orígenes de Dago están en el sur, en el Baní de los mejores mangos de la Bolita del Mundo y más allá y donde se sigue sembrando hielo, aunque no repolle. Del mismo Baní de los chuimeros, hasta que llegó a la capital en bicicleta.

Lo conocí en la UASD en el 1976 con un camisón blanco manga corta, sin botones como los que usaba Amaury Villalba y ahora yo de copión, pantalón yin, una cartera de cuero como la de Frank Almánzar, chancletas, fondos de botella para sus ojos, pelo a lo Doug Clifford el batería de Creedence Clearwater Revival, aunque no muy alto, corpulento con una barriga de luchador.

Dago, más que profesor de sociología, era un luchador de cualquier causa que fuera buena, fuese iniciada por la CGT, el MCI, la ADP, o la ACCG (Asociación de Chulos contra Balaguer), los muchachones del sindicato portuario, o los jodones de la UASD, menos con los PACOREDO.

No dudó Dago en militar en la izquierda, que era lo mismo que militar en lo justo y no necesariamente entender a Marx y a Engels, cosa que nunca se pudo por falta de cultura por lo que hubo que ir en auxilio a buscar a la Martita chilena que tenía el don de la enseñanza, el don de la traducción de textos imposibles al “castechano” comprensible.

Y Dago, en cierta manera, era de esa misma escuela pedagógica para hablar de clases sociales y orgullo de nuestra sangre africana, lo que lo llevó a escarbar esos ritmos, esos vocablos desperdigados en nuestra geografía llena de gente buena, cambrones y cabrones.

De esa inquietud surge el Grupo Convite, que no pretendía competir con los Rolling Stones y menos con Julio Iglesia. El interés era puramente musical, artístico, folklórico, y pa’ joder la paciencia. En medio de la turbulencia que vivía el país que duró más de doce años de terror.

Y en el Grupo había un Terror, el Luis Diaz que aportó más al conjunto que el cristianismo de José Enrique Trinidad que concretizaba la sincretización que se predicaba con la mezcla de españoles inquisidores y africanos inocentes y esclavizados; José Rodríguez, Ana Marina Guzmán, Miguel Mañaná, José Castillo, Iván Domínguez y algún olvidado que me perdonará la omisión y que completaban a Convite cuando organizaron los “7 días con el Pueblo” que estremeció al país por los cinco costados. Fue una verdadera rebeldía cimarrona que por primera vez se oyó en el desierto. Fue tan efectivo que tuvieron que echarle un cubo de hielo a la política candente de esos 12 años y por ende a los matones de las perreras y de la Banda Colorá. Fue un empujón hacia la democracia y la semicivilidad que vivimos hoy.

La lección de la importancia de la cultura, como arma para la paz y la armonía social, no la aprendió ni la izquierda ni la derecha en eso 7 días de alegre rebeldía. La izquierda siguió y sigue alejada de todo lo que es arte, música, pintura, baile, teatro hablándole clicheses que el desierto ni oye ni entiende, aunque, eso sí, siguen al pie del patíbulo. La derecha, fuera y en el poder, se ocupó de engrandecer su gran feudo llamado “mi bolsillo” y se olvidó de la cultura, del libro (que las ferias han sido puros mamotretos), del canto a tal punto que derivó en las más vulgares expresiones que superan las primarias bachatas con su filosofía de amargue y misoginia (odio a la mujer).

El Dago de hoy, un poquito más añejo, es una prolongación de sus principios y su ética pegados como el pellejo de antaño, del Dago CORECATO de los 70. Tiene la misma cara, con sus mismos fondos de botella, una constelación de lunares, el pelo más largo en una cola que le acomoda, con aspecto de alquimista salido de un cuadro de David Teniers el joven, una bata africana, chancletas y una sonrisa y serenidad que podría ser envidia de cualquier papa, incluyendo a Francisco.

La sabiduría de este “maldito tíguere” desborda los libros que ha escrito sobre todas las vainas de nuestro folklor, de nuestra idiosincrasia y antropología lúdica. Es Dago un apasionado de nuestro carnaval cuyo guión ha narrado en muchísimas conferencias como maestro que es.

Cuando a Dago le dieron el cargo del Instituto del Folklor, un local que quedaba en el muelle de Santa Bárbara, frente a la planta eléctrica o de apagones, se organizó su pequeño museo. Si lo comparamos con lo que se ha hecho en La Vega, este no era más que un pírrico “tente ahí” y chimichurri que escapaba a los recursos que le asignaron. Lo que iba y lo que va es hacer un museo como se debe y que sea parte de un plan de turismo. Con todas las limitantes y con la ayuda de Cadillo, Dago no ha parado de trabajar en sus investigaciones y en la divulgación de nuestra cultura.

La formación, trayectoria y entrega a este, su país, le ha dado todos los elementos como para que cualquier gobierno lo pusiera a la cabeza del Ministerio de Cultura, aparte de ser un amante ciego del arte en general, cosa que ninguno de los ministros ha tenido como cualidad. Agrego a Freddy Ginebra, que además es enllave de Dios Todopoderoso, en esa lista imposibilitada por la politiquería.

¿Qué le impidió a Dago ser Ministro de Cultura? Tres colas:
1. No ser militante y limpia saco de ningún partido, condición sine qua non para que lo peguen, aunque no pegue.

2. Su discurso africano del que las élites de este país no quieren saber. Somos negros “pero no como los haitianos” y menos africanos y en el fondo seguimos orgullosos de la “Madre Patria” por el cuento de la aparición de la Virgen en el Santo Cerro y el endiosamiento a Colón.

3. Por saber mucho, lo que es un gran obstáculo para ocupar cargos, desde que levantamos la consigna “¡viva el ñamerismo!”.

A pesar de todo y bajo amenazas, lo nombraron como asesor del carnaval, una entidad no oficial y con funcionamiento medalaganárico y sin cuarto, igualito que en Brasil. Ahí ha estado Dago con grilletes como los esclavos que el defiende como si fuera Montesino.

Dagoberto Tejeda ha dedicado toda su vida a este paisito que se comporta con ingratitud de la que se quejaba Máximo Gómez, su compueblano, al final de la guerra de Independencia de Cuba.
Una ingratitud que se manifiesta en el mismo desconocimiento de nuestros valores, de nuestros artistas, pintores, poetas, escritores, cantantes, músicos que arrastran una vejez en la miseria, pero con la vista aun capaz de ver pensiones enormes e inmerecidas de funcionarituchos que a todo vapor, y antes que se instale un nuevo gobierno, hacen los vergonzosos amarres de un premio que no les corresponde, con sus cortinas de humo incluidas.

Como podemos ver, o leer, Dago no necesita defensores, que más que hacerlo pretenden, bajo su sombra o por ósmosis, proteger sus propias botellas de varios litros a precio de marcos alemanes.

Sí, hay que mencionar junto a Dago, los que lo han acompañado como una sombra amiga: Roldán con sus ritmos anacaónicos, Mariano Hernández con su ojo de camaléon, el Juanpa más carnavalero que abogado, Ángel Matos más que amigo, Cadillo, un Sancho Panza incondicional… ¡ah! y el Komfu (Comité de Fusilamiento).

Bien hicieron en reponerlo. ¡Carajo!

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