Manuel de Moya Alonso era un tipo lindísimo, elegantísimo, refinadísimo, educadísimo, un play boy y un dandy, un hombre de mundo que se sabía mover en sociedad, y que además hablaba fluidamente inglés y era modelo profesional, modelo y maestro de danza en el Arthur Murray studios. Desde que la bestia oyó hablar de él lo quiso conocer y lo conoció, se conocieron, se reconocieron, y aquello fue como quien dice amor a primera vista. Amor a primera vista entre la bestia y un encantador de serpientes. Amor plausiblemente platónico a primera vista. O quizás no. Quizás fue un amor prohibido, un amor escondido: ambixesual , según lo que dice Almoina:

“Para lo ambisexual —jura Almoina—, el hombre de confianza de Trujillo es Manuel de Moya, que se desnuda ante su Jefe y juntos realizan las más indescriptibles combinaciones”.

Pero Almoina era un exagerado. No siempre se puede creer lo que dice. La verdad es que resulta demasiado cuesta arriba imaginarse a Trujillo y Manuel de Moya peleando espadas. Sin embargo, hasta el mismo Joaquin Balaguer afirma que la bestia sucumbió a los encantos de Manuel de Moya Alonso:

“Se trataba de una especie de Adonis que supo conquistar el corazón de Trujillo con su belleza varonil y con su limpia sonrisa”.
En realidad, por la manera en que lo describe, el que parece haber sucumbido fue Balaguer. Balaguer habla con palabras emocionadas de la gran simpatía que unió a la bestia con el adonis durante todos sus días. Insinúa que De Moya Alonzo fue para el tirano (y quizás para el mismo Balaguer) “como una flor exquisita nacida al borde de un lodazal”. Los seducía, sin duda (¿a Balaguer y a la bestia?) la sonrisa de Manuel, “la sonrisa que llevaba cosida a sus labios”. La dulcísima sonrisa de un hombre que “hizo todo el bien que pudo” y que “no le abandonó ni aun en las horas trágicas en que el régimen vaciló, golpeado por las invasiones de Constanza, Maimón y Estero Hondo y por la conmoción que produjo en el país el asesinato de las Hermanas Mirabal”.

Lo cierto, sin embargo, es que en el entorno palaciego había otros personajes (de cuyos nombres no quiero acordarme), que bailaban en privado para la bestia con ropa de mujer y hacían todo tipo de porquerías, pero la especialidad de Manuel de Moya era otra.

Dice Crassweller que los más connotados cortesanos, tanto civiles como militares, aparte de los rasgos distintivos de su personalidad tenían un talento, una especialidad en cierta área específica de competencia. Pero en Manuel de Moya, las cualidades personales eran su área de competencia. Su encantadora personalidad y magnetismo personal eran su especialidad. Su profesión era ser encantador. El tal De Moya se dedicaba, en efecto, a ser encantador a tiempo completo. A ser encantador y a encantar. Pero no sólo para su beneficio. De Moya era un tipo generoso, desprendido, esplendido en su magnificencia. Se dedicaba a fondo, lo que se dice a fondo, con todos los atractivos que describe Balaguer, con todos sus finos modales, con toda su refinada elegancia y educación sentimental, con su conocimiento de idiomas, con su belleza etérea y deletérea, con todos los dones con que lo había agraciado la naturaleza a conquistar o, más bien, a cosechar doncellas para la bestia, doncellas para el minotauro. Su verdadera vocación era la de alcahuete, de chulo o celestino, de proxeneta o maipiolo como decimos en esta tierra.

Anuncios publicitarios en que aparece un juvenil Manuel de Moya Alonso.

Hasta la aparición de Manuel de Moya Alonso en la escena política no había, por lo que dice Almoina, una proveedora de mujeres más eficaz, “conspicua y asidua” que Doña Isabel Mayer. La Mayer había sido premiada por sus buenos servicios con cargos de gobernadora de provincia y senadora. Por donde quiera que pasaba arrasaba con las muchachas más atractivas y con frecuencia se presentaba en la Casa de Caoba de la Hacienda Fundación con un atado de doncellas que la bestia pasaba y repasaba por las armas, hasta que se aburría de ellas. La Mayer no reclutaba únicamente entre la gente humilde, no la intimidaban las barreras de clase y era capaz de hostigar a muchachas de cualquier nivel social con el propósito de arrearlas al redil, al cubil de la bestia.

Con Isabel Mayer competía Fefita Sánchez de González y el mismo Cucho Álvarez Pina, de acuerdo con lo que dice Almoina. Fefita pertenecía a la rama femenina del Partido Dominicano que presidía Don Cucho y era especialista en organizar concursos de belleza que tenían gran resonancia en el país. Había premios y otros incentivos para la reina y las finalistas, pero el premio mayor, el premio que algunas incautas no imaginaban, era conocer a la bestia, el honor de acostarse con la bestia.

Muchos otros cortesanos, como La Julia y La Calderona, rivalizaban con la Mayer y la Fefita, pero ninguno estuvo jamás a la altura de Manuel de Moya, el celestino por antonomasia. Nunca hubo nadie más esforzado, más entregado, más consagrado que él a su tarea. Manuel de Moya parecía incapaz de enamorar a una mujer sin pensar en la bestia. De hecho, hubo ocasiones en que se lo sacaron en cara, en que le preguntaron si no le daba vergüenza enamorar a una mujer para otro hombre. Pero la vergüenza, así como el menor sentido de dignidad o decoro, era algo que Manuel Moya no tenía.

El hecho es que de una u otra manera, aparte de celestino compulsivo, Manuel Moya era un mujeriego empedernido. Eran las mujeres y no la cundanguería lo que lo unía a la bestia. l
(Historia criminal del trujillato [78])

Bibliografía:
Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator.
José Almoina, “Una satrapía en el Caribe”
(http://www.memoria-antifranquista.com/wp-content/uploads/2014/10/JOSE-ALMOINA-UNA-SATRAPIA-EN-EL-CARIBE.pdf).
Joaquín Balaguer

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