Una comunicación de Gregorio Espada, de fecha 8 de marzo de 1864, es muy ilustrativa de las condiciones de nuestro país, entonces anexado a España:

“Sr. mío y estimado jefe: Consecuencia inevitable de la movilidad que se tiene en campaña, he recibido con grande retraso en este montón de calcinados escombros, que poco antes fue Barahona, su apreciable carta de 30 de diciembre, en la que me anuncia la publicación de un periódico quincenal destinado especialmente al estudio del servicio médico militar. Le agradezco encarecidamente las cariñosas frases con que me invita a ser colaborador de una publicación que se recomienda por sí sola, atendido el importante objeto a que ha de consagrarse y el digno y noble deseo con que se ha emprendido.

Aunque receloso de no corresponder cual deseara a su atenta invitación, voy a bosquejar a grandes trazos la historia médica de la columna en que estoy prestando los servicios de la profesión desde el 12 de noviembre del año pasado, dejando a su buen juicio, corrija o reforme los períodos que crea inconvenientes; pues cuando se escribe bajo la situación triste que origina una campaña tan penosa y ruda como la actual, no puede menos la pluma de manchar el papel con expresiones que se evitarían cuidadosamente si se encontrase uno en condiciones normales.
El día 11 de noviembre del año pasado desembarqué en Santo Domingo, en compañía del primer médico, D. Carlos Jacobi. Al siguiente, 12, por orden del capitán general de la Isla, nos incorporamos a la división del general Gándara, que casualmente llegó el mismo día a la margen izquierda del río Hayna, procedente de un pueblo llamado S. Cristóbal. Difícil es formarse una idea del estado en que se hallaba la expresada división; baste decir que, constando de unos 2000 hombres, fue preciso embarcar a 300 entre enfermos y heridos para trasladarlos a la Isla de Cuba. El campamento de Hayna era un completo pantano, donde oficiales y soldados encontraban dificultades incalculables para trasladarse a la más corta distancia; las lluvias cotidianas, constantes en la estación de otoño, hacían de día en día mayor el cenagal en que se hallaba semi sepultado el ejército; la falta completa de barracas y casas hacía que los aguaceros hubieran de sufrirse a pie firme, y las provisiones con que se avituallaba la división, expuestas de continuo a la enérgica acción del sol por la mañana y a la deletérea acción de la lluvia por la tarde, tardaban poco en alterarse, brindando por lo tanto escaso incentivo al famélico estómago del soldado, que no encontraba el debido reposo por la noche, durmiendo en los encharcados lodazales de aquel funesto campamento.

La perspicacia del general que mandaba la división comprendió desde luego que prolongar su permanencia en un sitio de tan malas condiciones higiénicas era entregar a una destrucción segura las fuerzas de su mando, por lo que reforzado con 800 soldados, que hicieron subir a 2,500 el total de la división, compuesta de los batallones de cazadores de la Unión y de Isabel II, los de línea Nápoles y Tarragona, dos compañías de artillería de montaña, una sección de 25 ingenieros, y otra del mismo número de caballería, a más de un inmenso convoy de víveres y municiones, emprendió su marcha el 17 de mismo mes con la lentitud que la prudencia aconseja en tiempo de guerra en países como este, donde no existen caminos y donde toda precaución es poca para luchar con ventaja con un enemigo invisible, que oculto tras los frondosos árboles tropicales y la cerrada manigua que los entrelaza, burla impunemente todo género de persecución; hostiliza sin tregua, dificultando los movimientos, causando siempre mayor o menos número de bajas y apareciendo de nuevo cuando se le creía ya lejano.

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