Alberto Garrido
Escritor

Director de Letras de la UNPHU
Uno de los mejores privilegios que me ha dado la literatura es la hermandad con grandes escritores. Como los golpes en la vida, estos grandes amigos son pocos, pero son.
Nunca se lo he dicho, pero lo considero el autor de uno de los mejores cuentos dominicanos de todos los tiempos: “Rumbo al mar”, un texto brutal que toca desde lo onírico y lo fantástico la violencia del período más gris de la historia dominicana, sin los estereotipos de la mayor parte de lo que se escribe acerca del tema. Premio Nacional de Literatura, director de la Biblioteca del Banco Central, la trascendencia de su obra solo puede ser comparada con su mecenazgo cultural, que tanto bien hace a nuestras letras con la colección del Banco Central.

Hace pocos días terminé de leer La aventura interior, el último libro publicado por Alcántara y el más personal de todos, una reedición al cuidado de Elvis Francis Soto y del autor, ilustrado y diseñado por su hijo Daniel. La leí en una suerte de ejercicio cortazariano, de atrás hacia adelante y comprendí que los secretos resortes de la amistad se tejen por entrecruzamientos de vivencias, lecturas y cosmovisiones semejantes.

La cuarta parte del libro, “El mar de la memoria” me hizo vivir los olores a la vera del fogón del humilde hogar que lo trajo a la vida en 1947, las palabras inventadas por la madre, doña Ana: esas palabras que Alcántara nunca nos dice y que un día deberá contarnos, y que recuerda con palabras de Octavio Paz. “Mi madre: pan que yo cortaba con su propio cuchillo cada día”. En el padre, don Lolo, se recortan las siluetas de tantos padres trotamundos que iban de un pueblo a otro, vendiendo sueños y formando otras familias de vidas paralelas. Sufrí las persecuciones y la prisión del ensayista. Son memorias duras, de huella indeleble, que golpean con la fuerza y la trascendencia que toda familia dominicana de algún modo reinventa. Pero también hay otros recuerdos que entrecruzan a un dominicano con el autor del Gran Gatsby, o la fiesta vigilada que resultó una visita a Moscú y Leningrado, entre demonios políticos y los ángeles de Kandinsky y Dostoievski, o la mirada de pez peleador que no deja de poner el dedo en la llaga de las discriminación raciales en Detroit, o la memorable oda al autor del poema al Niágara, el santiaguero José María Heredia, en cuya casa natal comencé a leer mis trabajos literarios entre otros locos felices. Pero sobre todas esas memorias, la llama doble, las imágenes de una viajera llamada Ida Hernández Caamaño, quien plantó casa y árbol en el corazón de José, para convertirse en la compañera de toda su vida.

La primera y la segunda parte de La aventura interior logran un contrapunteo de obras y autores, fundamentalmente narradores, en las que brillan semblanza, evocaciones, radiografías sociales, testimonios de un lector que agradece el legado de todas las literaturas. Confieso que mis preferidos son los dedicados a otros escritores dominicanos como Bosch y Marcio Veloz, así como el retrato casi familiar de los escritores del Boom.

La tercera parte, Desafíos del oficio, es quizá la que más disfruté. Con linterna mágica, como si se tratase de un escapelo, analiza los retos de la ficción, los secretos del cuento. Descubro en sus maestros a los míos: Todorov, Tacca, Cortázar, Gardner, Hemingway, Marguerite Yourcenar, Vargas Llosa. Mi único reparo es el apego a lo sociológico, que a veces desborda lo estrictamente literario, inevitable desde su formación académica. Sin embargo, la claridad del análisis y la fortaleza verbal con la que está escrito cada artículo, vence cualquier oposición, por su fe en el poder redentor de la cultura.

La aventura interior, este ejercicio de sabiduría, debería estar en todas las bibliotecas, no sólo de las instituciones universitarias y culturales, sino en la de cada lector inteligente. Querido Alcántara, agradecemos tu lealtad a las letras, tu defensa de todas las virtudes que hoy el mundo olvida, tu memoria prodigiosa, tu escritura profunda y transparente. Y, especialmente, la amistad generosa y eterna.

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