Si bien don Rafael dio tumbos por todos lados hasta llegar a lo que fue, nunca se olvidó de sus orígenes pobres y del pueblo que le enseñó a respirar: Tamboril.
Cuando Abinader nació en el 1929, el país vivía en un atraso generalizado que no lo salvaba el maquillaje de un par de puentes construidos por los americanos que seguían controlando las aduanas después de haberse retirado oficialmente en el 1924. Justamente el presidente que se debatía en las patrañas de prolongar su mandato hasta 1930, vivía no lejos de esta familia de emigrantes libaneses que se destacó por el trabajo tenaz en el comercio y el esfuerzo de hablar GOMO TODO EL BUNDO.

Horacio Vásquez, por la belleza y mansedumbre del paisaje se quedó en su quinta, al inicio de la única calle: la Calle Real. El patio daba al riachuelo que le susurraba la tranquilidad que las revoluciones y los revoltosos de Juan Isidro Jiménez, con su partido de gallos bolos, lo enloquecía a pesar de la calma de doña Trina. Ya Tomás Hernández Franco había bautizado el pueblito, en sus genialidades literarias, mi Pajisa Aldea. Porque eso era Tamboril, un montón de casas de yagua, cana y pocas de tablas de palma como la de los Abinader con una pequeña población asorá cuya única diversión era ver pasar el Ferrocarril Central Dominicano.

La casa de don José S. Abinader y doña Esther Wassaff quedaba en la esquina noroeste de la entrada al barrio El Calientísimo casi pegao de la de Yapur Dumit y que luego fue habitada por Francisco Dominguez quien tenía un comercio al final de la Calle Real.
Desde allí partía el carajito de don José con su cuadernito para la escuela de Amantina López cerca del matadero. En esta primera escuela del pueblito recibió José Rafael sus primeras lecciones de la mano de un señor largo y seco, vestido con un saco que caminaba solo y que luego fue síndico. Por la mano de Joaquín de la Rosa pasaron muchos alumnos que lo recuerdan más por la caridad y vocación que por las lecciones en sí.

Tatá, mi madre, se recordaba del jovencito cuando ella asistía a lomo de caballo a la misma escuelita desde el Callejón de El Jobo o de las Jiménez. “Él era flaquito y narizú, con ojera más oscuras que lo normal, como su papá. Porque así son los turcos…” La escuela Sergio Hernández no existía porque fue parte del Plan de Trujillo de Educación de los años 40.

Justo en el 1940 cuando José Rafael tenía once años, don José, que había llegado con su título de abogado de la Universidad de Beirut y con algunos ahorros, empezaron a disminuir. Así pasó con el comercio nacional golpeado por la Gran Depresión de los Estados Unidos y que repercutió en el continente entero. Don José no esperó mucho, empaquetó sus motetes y cachivaches en varios baúles, se paró en la estación con toda su familia a esperar el tren para mudarse a Santiago. Las lomas que se veían a la derecha eran las mismas del Diego de Ocampo que se le quedaron grabadas para siempre. Los campos de tabacos, platanales, flamboyanes huían en sentido contrario y a la misma velocidad que el vagón de segunda donde iban sentados oyendo el silbato del Anacaona que echaba humo como si tuviera cogiendo candela por debajo, para desgracia de los mosquitos de la zona.

Frente al Cementerio Cosmopolita tuvieron que esperar dos horas a que los pocos coches volvieran después de repartir los primeros pasajeros. Se fueron en dos coches, uno con la familia y el otro con los bultos lo que le costó un peso con setentaicinco luego de una discusión de media hora en la que el cochero no cedía los dos pesos de tarifa normal. Llegaron a Gurabito por detrás de la sabana del hipódromo y donde Bebecito Martínez construiría el estadio Radhamés Trujillo.

De los 50 mil habitantes de Santiago, 200 eran árabes o turcos como los Sued, Fadul, Dumit, Gobaira, Fondeur, Isa, Sem, Khouri, Dájer, entre otros.

En aquella casona, con el Yaque casi en el patio, José Rafael se convirtió en un gran nadador y mejor aficionado al deporte. Sus habilidades las demostró en los equipos de volibol de la escuela Colombia que tenía poco de ser construida en el mismo lugar donde Trina de Moya dirigió el Club de Damas, frente a frente a la Iglesia Mayor.

Aprendió a cruzar el Yaque y a reconocer los remolinos, pero nunca se tiró del puente viejo, que ya eso era para tígueres olímpicos, aunque sí se manejaba bien con el panqueo y podía esquivar los troncos que usaban el río como transporte cuando los mandaban desde la loma hasta llegar a la Tenería Bermúdez, por los laos del Rafey actual.

Terminada su primaria siguió a la Normal que era el local que iba a ser el manicomio. Se le denominó escuela secundaria Ulises Francisco Espaillat, en honor al efímero presidente de 1876.

En el liceo se graduó de bachiller en ciencias Físicas y Matemáticas, pero como no había perspectiva ni ahorros para seguir a la universidad en la capital, siguió estudiando el cuarto de Filosofía y Letras cuando Sergio Augusto Hernández era el director del plantel.

Para acabar de matar el tiempo, se inscribió en la Academia Santiago donde aprendió mecanografía, y los conocimientos que más luego le servirían: contabilidad para ser Perito en Comercio, que era como estudiar Administración de Empresa, lo que hizo después de estudiar Derecho en la Universidad de Santo Domingo. Allí llegó con la seguridad de los 60 pesos que le enviaba don José en los primeros meses porque luego se desenvolvió solo.

En la Academia Santiago recibió clases del mismo Profesor Antonio Cuello quien duró veinte años como director y profesor en el mismo local de la Sánchez con Sol. Allí conoció José Rafael a Ángel Miolán, profesor y un contacto determinante para su futuro político, que tan mal no le fue a pesar de su queja otoñal. Aprendió de Cuello la rectitud con la que debe comportarse todo joven, con el estricto respeto y pulcritud que requiere la sociedad para que todo funcione como tiene que ser. También aprendió a escribir a máquina con los ojos cerrados en las primeras 76 Underwood que sonaban como un corral repleto de gallinas que acaban de poner. La caligrafía tenía que ser impecable para llenar el Registro de Contabilidad lo que se ocupaba el Método Palmer, quizás de los Palmer ingleses que tenían un estudio fotográfico en la calle San Miguel con San Luis.

Don José Rafael no creía en la muerte, lo supo después que el desengaño le abrió los ojos para consolidar su universidad que había nacido justo el mismo fatídico año que se iniciaron los doce años de la Era Balaguerista. Empezó en un local de la Feria, en la calle Independencia, reconocible por un gran mural relieve que muestra un cañero arriando su carreta de bueyes y que era el local del antiguo Consejo Estatal del Azúcar (CEA). Es donde sigue, mucho más ampliado y moderno y con Wellington Morel de profesor, más acá del cine Lumière, por delante del desaparecido autocinema Iris y frente al Cinecitá de Juan Basanta. Esta O&M inicial, don José Rafael Abinader la multiplicó como peces en todo el país. Hasta en Moca, pero no en Tamboril donde siempre pensó que le debía algo. Es así que, con el rejuvenecimiento del último tinte, que era más efectivo que “el elixir de la vida” de los Bermúdez, se apareció con la conjugación simbólica de todos sus principios académicos para pagarle a su Tamboril con un busto del insigne Eugenio María de Hostos. Don José Rafael nunca renegó de los principios de Hostos ni de Bosch.

Hostos vino invitado por Luperón, pero es durante los gobiernos de Ulises Heureaux cuando graduó a sus pupilos que continuarían sus enseñanzas y principios laicos… que a la escuela se va a aprender y a la iglesia a rezar.

Muchos piensan que Hostos vivió en Tamboril, aunque la única visita que le hizo, el 19 de agosto de 1900, se grabó por siempre como un honor imborrable para los tamborileños.
El busto fue inaugurado en el 2018 por don José Rafael Abinader junto a sus hijos. Luis estaba en medio de la candelá electoral y los merengues bailados testimonian la incredulidad de su padre en la parca Katrina, como se ve claro en las fotos de Democles de León.

Siguió don José Rafael en una carrera ascendente como una montaña rusa. Se fue a Chile y México antes de conseguir una beca que lo llevó a la Fundación Getulio Vargas en Brasil donde consolidó lo que más le pesaba en las venas: el conocimiento del comercio. Aquí estudió Administración Pública, Finanzas y Presupuesto. Todo un sueño para un “turco”.
Su vida dio un giro cuando volvió y las puertas, igual que el refrán de moda, se abrieron por su “buen porte y finos modales” y su formación. De catedrático de la Universidad de Santo Domingo pasó a ocupar diversos cargos en la misma institución como vice ministro de finanzas, administrador de Bienes Nacionales, director de Impuestos sobre la Renta como bien lo dijera Luis David Silva Linarez en otra crónica sobre el tamborileño.

El PRD estaba cundío de populismo y, por sus chivos sin ley, don Juan fundó el PLD donde podía controlar hasta las eses que faltaban en el periodiquito que editaban. Y casi por las mismas razones y cansado de bregar con caciques de plumajes variados, don José Rafael decidió fundar su propio partido: La Alianza Social Demócrata con tres gatos y un amarre de chiva en la Máximo Gómez No. 25 para poder participar como candidato a la Presidencia en el 1982. Para el 1996 volvió con su ASD el que mantuvo y que sirvió para que Luis montara su pedazo de PRD con el pomposo PRM o Partido Revolucionario Mayoritario que tuvo que variar para Moderno que es el que lo llevó al poder, gracias a Dios y a Leonel que partió al PLD para formar su Fuerza.

Don José Rafael, que todavía seguía sin creer en la muerte, puso en remojo la ASD. Estaba más cansado que Teresa Batista la de Jorge Amado, pero su hijo, como su continuación, sí llegó a la Presidencia. Hizo los esfuerzos por lograr lo que Marcel Proust hizo: “recuperar el tiempo perdido” lo que le fue imposible porque cuando vino a despertar, su juventud se la había llevado el viento al igual que a Clark Gable. Pero él tenía razón, nadie lo recuerda muerto, más con la misma juventud con la que creyó en la vida, como se le ve en un mural que le rinde homenaje en el Hospital de Tamboril en un gesto recíproco y agradecido.

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