(Tomado del libro “Historia de la Caricatura Dominicana” del mismo autor)
Con mucha claridad don Eduardo Matos Díaz escribe que “para encontrar verdadera caricatura en nuestro medio, es preciso llegar hasta Procopio Mendoza, conocido generalmente como Copito. El trabajo de Mella, que lo precede, es más fotomontaje, porque no hay un trabajo de dibujo de rostro ni mucho menos una exageración. Copito sí aplica su destreza artística para presentarnos los personajes de su época como verdaderas caricaturas. Hay que entender que en muchos casos caricatura y dibujo se confunden porque no hay una estilización de las figuras. Ello es normal en el sentido que la aventura de la deformación muchas veces puede conllevar a alejarse del parentesco. Copito deforma gradualmente, va desde la timidez sin exagerar mucho hasta las grandes deformaciones, como podemos apreciar en la caricatura en homenaje al poeta Fabio Fiallo. En Copito no hay sombras. Él resuelve sus figuras a pura línea, dándoles una languidez que siempre se corresponde con la personalidad del dibujado, que facilitan así la impresión porque no existen tonalidades de grises, que más que embellecer el dibujo lo ensucian por los problemas técnicos de impresión que había en esa época. Copito, antes de ir al manicomio, fue una persona muy querida en San Pedro de Macorís, donde se le tiene como una de las personalidades más destacadas en el área de las Artes. El padre, don Benito Mendoza, era de una posición económica importante, lo que le permitió a Copito visitar los Estados Unidos y Europa. Esa fue, quizás, su mayor escuela como la de muchos intelectuales que más que copiar allende los mares, se enriquecieron de la experiencia y ampliaron su visión insular. Por la calle El Conde de Santo Domingo, deambula un personaje, que pregunta a los clientes si puede hacerles retratos, que nos hace pensar en Copito. Enmanuel anda Conde arriba y Conde abajo chocando con otros seres de alguna quinta dimensión que aterrizan en La Cafetera o en el Palacio de la Esquizofrenia (Conde con Meriño); nunca deja su paquete de dibujos a lápiz, los que utiliza como bocetos de sus futuros modelos a quienes dibuja mirando a quien él tiene en su mente más que a quien le posa. Es realmente para morirse de la risa ver a un turista posando para Enmanuel. Ellos se creen que él los va a hacer, según la lógica de esta era galáctica, y no con la tecnología de otra que está más allá de los 5,000 millones de año luz y detrás de la última galaxia, reseñada en la Biblia como el Paraíso. Dejemos a Antonio Zaglul, el reconocido siquiatra, Toñito, que nos hable mejor de Copito, pues conoció de cerca el caso que aparece en su libro titulado “En las tinieblas de la locura” y forma parte de las obras selectas en su tomo I publicado por el Banco de Reservas. Él, en su modestia, decía que no era periodista, pero fue un buen escritor, no hay la menor duda después de haber leído “Mis 500 locos”. “Don Benito Procopio Mendoza Para una abnegada esposa dominicana, doña Nina Bobea Vda. Mendoza Nunca le agradó su nombre y se hizo llamar Copito. Era un hombre corpulento y tímido, al decir de quienes lo conocieron. De pocas palabras, su mundo largo y ancho lo expresaba con su lápiz. Fue el primero y el más grande caricaturista dominicano. Nació en San Pedro de Macorís en el año 1886. Hijo de ricos, estudió en Estados Unidos de América. De allí trajo uno de sus grandes amores: la pasión por el béisbol. Era la gran época de la Sultana del Este. Copito fue el niño mimado de una sociedad de la que él se burlaba en sus caricaturas. Casó con doña Nina Bobea. No tuvo hijos en su matrimonio. La abnegación de esta gran mujer es ejemplo de nuestro país. Ni un solo día en su larga enfermedad mental, ya fuera en el hogar o en el manicomio, dejó de atenderlo. Inclusive llegó a convivir con él en la miserable celda de aislamiento. Después de su matrimonio, sigue su vida de joven rico. Vive dedicado a su profesión de caricaturista, que no le aporta beneficios económicos. En Francia, Italia y España hace amistad con la bohemia, cantantes de ópera, toreros, concertistas famosos se convirtieron en sus amigos. Tenía un pasaporte de entrada: su arte. En Madrid hizo una hermosa caricatura del famoso violinista Fritz Kreisler, y se hacen grandes amigos. En París le diagnostican una grave enfermedad de la vista, y le recomiendan a un médico dominicano que vive en Santiago de los Caballeros, el doctor Arturo Grullón. Regresó al país y fue a vivir, durante un tiempo (el tiempo que duró el tratamiento) a la capital del Cibao. Nuevamente volvió a su ciudad natal con la “revolución” del año 1930, comenzó su enfermedad. Tenía delirio de persecución y le recomendaron un viaje al exterior. Su gran amigo, el licenciado Rafael Estrella Ureña, lo nombra agregado cultural de la Embajada Dominicana en México, cargo que nunca pudo desempeñar. Su primera grave crisis mental duró exactamente diez días. Fue su primer ingreso en el Manicomio de las Ruinas de San Francisco. Al mes reingresó. La enfermedad mental siguió agravándose, y los ingresos y altas se sucedían con rapidez. Cuando ingresó por quinta vez, jamás volvió a salir, hasta el día de su muerte. Pasó diez años en el mundo tenebroso de su locura. Desde su fundación en el año 1885, por el padre Billini, el Manicomio de las Ruinas de San Francisco ha sido un sitio olvidado. El Padre, con su lotería y con las limosnas que pedía con bayoneta calada, equilibraba más o menos bien el dinero. Fundó el Hospital General, El Lazareto. Con su muerte estos centros quedaron a merced de una miserable ayuda oficial. El colegio desapareció. El Manicomio ha sido un eterno anodino, y sigue tan olvidado como siempre. la labor del doctor Mañón, que luchó en un medio adverso y con una especialidad en esa época sin tratamiento efectivo, fue ardua, y era como darse marrazos contra una pared. Únicamente son llevados a esa institución los enfermos de la clase pobre y rural. A los orates ricos se les hace una habitación en el hogar y se mantienen aislados y en secreto. La enfermedad mental mancilla el honor de una familia rica y de la alta sociedad. Con el ingreso de Copito Mendoza al Manicomio Padre Billini, el centro cobra vigencia. El gran caricaturista es noticia permanente en los periódicos de la época. Se clama ayuda para él, pero esa ayuda no llegó nunca. Copito se convierte en espectáculo. Cientos de personas visitan el Manicomio y no con el fin de reírse de los locos; llevan cartulina y lápiz con el fin de lograr que un loco genial, que es caricaturista, los dibuje. Si él está de buen humor, lo hace con la brillantez de siempre; si está en crisis, rompe la cartulina e intenta agredir; pero son raros esos momentos. La mayor parte del tiempo, pinta, con o sin cartulina. Cuando no la tiene, pintarrajea la pared; y si no tiene lápiz o carboncillo, usa carbón vegetal y muchas veces sus propias heces, logrando figuras y colores maravillosos. Es un error creer que la locura trae genialidad. Se es genio y se puede ser enfermo mental o no. La locura deteriora el intelecto y lentamente el deterioro intelectual de Copito fue tomando forma. El rumor se hizo fantasía y se decía en los corrillos capitaleños, que Copito soñaba en su delirio con pintar el silbido, que había hecho murales gigantescos y muchas otras cosas más. La realidad es que la mayoría de su obra, realizada durante la enfermedad, está perdida. Pasaron los años y la sífilis cerebral de Copito Mendoza siguió su curso, destruyendo totalmente su mente. La parte física se conserva gracias a la abnegación de doña Nina, quien, sin recursos, con tan solo su voluntad férrea, sigue brindando su profundo amor al esposo que ya es un guiñapo.