Bautista Gómez armó sus baúles y petacas y cogió el primer barco que lo llevara del otro lado, a New York

Federico Izquierdo no fue un pitcher zurdo de las Águilas Cibaeñas ni de ningún otro equipo. Tampoco fue un militante de los partidos “comunistas” que existieron en el país.

Izquierdo, como cariñosa y simplemente se le conocía, fue un gran dibujante y pintor de Santiago que “no tuvo la suerte” ni de Colson, ni de su profesor Juan Bautista Gómez, de Severino, Tovar o de Miguel Núñez, autor partidario y privilegiado para vender toda su exposición de Bosch y de Duarte con el PLD de Gobierno. ¡Así si es bueno!

A Izquierdo no lo mandó nadie como embajador o cónsul ni a Jamaica, Singapur y menos a las Islas Vírgenes, no porque no tuviese talento, sino por no ocurrírsele, como hacen los avivatos summa cumme laude, meterse en un partido de gobierno, jocear, romper brazos y conseguir un puesto de esas delicias aristocráticas clienteléricas o ganadas por un abolengo viralata, allá en la tranquilidad, lejos del lar natal para codearse con la intelectualidad, internacional y bohemia, entre fiesta y fiesta, trago y trago, polvo y polvo u ocio y ocio. Más bien, entre pendejá y pendejá.

Cuando en Europa se asomaba la primera gran guerra del 1917, “El León” Bautista Gómez armó sus baúles y petacas y cogió el primer barco que lo llevara del otro lado, a New York, desde donde se enrumbó al Santiago polvoriento, enlodado y pequeño dominado todavía por los revolcaderos de burros y en cuyo principal se batallaban los equipos de pelota Inoa y Yaque y que la gente vacilaba en llamarlo Plaza Valerio o el play y que Trujillo no titubeó en bautizar Parque Ramfis. Era el Santiago de la Fortaleza San Luis donde su pariente Teodoro Gómez batalló y batalló como restaurador hasta ser nombrado Jefe de los Bomberos y donde el recuerdo de los “come burros” seguía latente como el pito de los otros bomberos, los vecinos de los muertos. Hubiese resucitado de saber que Serulle le derrumbó su casa en la Cuba, frente al framboyán, donde él amarraba su penco, por la vera de la barranca de Los Pepines.

Cuando Bautista Gómez decidió abrir su academia de pintura, la primera de Santiago, contó con alumnos que harían historia en el arte dominicano. A pesar de ser precedido por el Dr. Arturo Grullón, conocido por su “retrato del moro” cuando estudió en Francia, Juan Bautista se dedicó a la enseñanza y tanto Yoryi, que vivía en los altos donde está El Pez Dorado, como Federico, dejarían una importante huella en “La Escuela de Santiago”. A ellos se sumó Quico Morel, hermano de Yoryi; Joaquín Priego, quien realizó los bustos de los restauradores en bronce que, majestuosamente ornamentaban la entrada del Monumento y que misteriosamente desaparecieron para ser reemplazados por mususes de plásticos sin ningún valor estético. También estuvieron, en esa escuela pionera, López Glas, Santiago Bueno y otros.

Cuando Juan Bautista abrió su taller de enseñanza, en 1920, Federico tenía 16 años porque él nació el mismo año que Tomás Hernández Franco. Todavía se le leía en la frente el campo de Monción, de Montecristi, por su buena aplicación y sus buenas costumbres. Federico se enamoró perdidamente de este pueblo encantador, pueblo bulloso y trabajador, y fue un asiduo lector de diarios y libros desde que llegó. Se embriagó del olor a tabaco que impregnaba toda la ciudad desde “La Habanera” que ya Richard Sölner había vendido y que se le reconocía como La Tabacalera. De sus cigarrillos “al vapor”, él le cogió el gusto a los Cremas sin filtro. Quedó hipnotizado por el caudaloso Yaque que saciaba la sed de todo Santiago, de las lavanderas que lo envenenaban con la lejía del jabón de cuaba; de las mondongueras que lo infectaban desde La Barca de Borbón hacia rio abajo. También cayó bajo los encantos de sus profesores que desde Salvador Cucurullo, De Peña y Reynoso, Rafael Ramos, Ercilia Pepín, Rosa Smester, Sergio Hernández hasta los nuevos, se empeñaban en educar a la juventud con vocación, amor, entusiasmo y conocimientos. El choperismo profesoral no tardó en acaparar la enseñanza hasta embrutecer y moldear el gusto por la indecencia, la vulgaridad y el irrespeto, sin mencionar la delincuencia y la inseguridad, aunque en locales de lujos y de cajeta.

Pero Federico prefirió el camino de sus profesores de formación hostosiana empezando por sus clases de Historia y Dibujo en la Normal, Liceo Ulises Francisco Espaillat (hoy Onésimo Jiménez) hasta llegar a la Escuela de Bellas Artes.

Nadie puede dudar de su dominio de las técnicas más difíciles de la pintura como lo demuestran sus obras “El Baile” (o “El Merengue”), el retrato de Ercilia Pepín y el de Monseñor Pedro Manuel de Jesús González, ambos en la colección de Amantes de la Luz, así como los dibujos del Salón Principal, que allí lleva su nombre, donde no podía faltar el de Pedro María Archambault. Y es que este abogado y escritor fue un gran émulo para Izquierdo en sus primeros años y también por la gran admiración que tenía el propio Archambault por la verdad, por la visión clara de la Historia, como lo demuestra su gran obra “La Restauración”, cuya portada lleva un dibujo de Izquierdo del General Santiago Rodríguez quién ha querido ser ignorado como el gran iniciador de tal gesta. Y esto de la Historia tiene, quizás también, relación con lo que planteaba Walter Benjamin sobre los que la escriben “llena de mentiras para complacer al vencedor” y a los poderes económicos dominantes. Por eso nos han contado todo al revés, desde Santana, Gaspar Polanco, Lilis, Luperón, y la ocupación norteamericana. ¿Quién se atreve a contar la verdadera verdad? Para ello tendrían que contar con un “Comité de Fusilamiento” que los proteja.
No es casual que Archambault, de los grandes intelectuales cibaeños, sea un gran desconocido por los que retuercen la Historia.

Por otro lado, hay que señalar que todos esos años de dedicación a la enseñanza le permitió formar y transmitir valores estéticos a muchas generaciones de santiaguenses; pero al mismo tiempo le impidió dejar una obra amplia como le ocurrió a todo artista que descuida su obra para poner más énfasis en la enseñanza.

Izquierdo prácticamente no salió de su Santiago en el siglo que vivió en la misma modesta vivienda de la calle Sánchez donde se le veía, desde su ventana, observar los transeúntes de todo tipo: vagos, vendedores, carretilleros, cocheros, campesinos perdidos, abogados pre+o el amolador de tijeras con su flauta de sonido rápido, de lado a lado, o el tongoneo a ritmo de “la mujer de Antonio” de las vecinas chismosas del vecindario que sabían más que radio Landia o Radio Mil Informando; los limpiabotas que no tuvieron la oportunidad de ir a la escuela y estaban condenados al mercado informal o a convertirse en ladronzuelos de baja calaña.

Federico Izquierdo fue un excelente artista, mejor profesor y un gran ciudadano, como lo defendía, con uña y diente, su admirador, y también profesor, Cuquito Peña, desde sus rabiacas eternas.

Se inspiró, o le sirvió de modelo, como sus colegas contemporáneos, de la vida que lo rodeaba, de las costumbres de su pueblo, ese que desfilaba frente a su ventana. Pero eso sí, no aceptó aquel pedido de pintar una cantidad de Trujillos para adornar las oficinas públicas en la Era que no era, pero que no dejó de ser.

Izquierdo adoptó el Impresionismo que vino de Paris con Bautista Gómez y con Don Arturo, que tuvo su consultorio en la gran casona de la 30 de Marzo entre La Guarachita y La Beller, donde pusieron una academia de comercio en los años 70. Ese Impresionismo, de moda y mucho más fácil, nos llegó de España cuando Joaquín Sorolla hacía magia en sus trazos precisos y “simples” como se puede apreciar en el Museo Nacional de Bellas Artes de La Habana que posee una impresionante colección de cuando los españoles esclavizaron la población y cuyos descendientes salieron juyendo con la llegada de Fidel y no pudieron cargar con ellos. También se enteró con las postales, coloreadas a mano, de Monet, Gauguin, Gustave Caillebotte, Jean Beraud, que le ayudaron a plasmar bailes, cotidianidades, paisajes y personajes, mayormente de su pueblo.

Izquierdo no se casó y tampoco dejó descendientes más que su obra y el recuerdo agradecido de quienes aprendieron de él su arte y su comportamiento de gran caballero y ejemplo de ciudadano culto y honesto.

La izquierda, como lo planteó el sacerdote Frei Betto, es identificarse con lo justo. Esa era la izquierda de Izquierdo.

Murió rico en sabiduría… ¡¿Qué más tú quieres?!

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