La publicación de “La noche quedó atrás” (1941) en los Estados Unidos (cuando la Segunda Guerra Mundial se enseñoreaba en vastas regiones del planeta), desató un interés inusitado. En poco tiempo se vendió un millón de ejemplares y el éxito dio origen a unas agrias controversias sobre la autenticidad del autor y la obra. Se llegó a afirmar en algunos medios que Jan Valtin no existía o que no había escrito el libro. O bien que no era posible que alguien hubiera podido vivir y sobrevivir a tantas y tan temerarias aventuras.

Lo más extraordinario del caso es que Jan Valtin (el seudónimo de Richard Julius Hermann Krebs) sólo vivió unos 45 años, entre el 17 de diciembre de 1905 y el 1 de enero de 1951. Sin embargo, en ese arco de tiempo vivió muchas vidas, todas las vidas posibles. El mundo fue el escenario de su existencia. El mundo fue su escuela:

“Otra consecuencia de nuestra vida en las costas de todos los mares fue un ansia invencible de Wanderlust , de ver mundo, de recorrer el mundo. Durante las horas calurosas de las tardes corría para explorar los puertos y observar las maniobras de los barcos y el trabajo de los estibadores. Conocía los olores de los sollados y de las bodegas; cuando el viento soplaba, podía distinguir el aroma del cáñamo o de la copra o de las maderas tropicales desde un kilómetro de distancia de los muelles respectivos. Me gustaba leer libros sobre exploradores y sus audaces viajes. Jamás jugaba a los soldados. Yo era más bien un capitán, un jefe de estibadores o un pirata. Al contar doce años, me gustaba conducir el pequeño bote que poseía a través de las aguas agitadas en los estuarios de los ríos Weser y Elba. Y mi momento de mayor orgullo lo vivía al oír decir al capataz del astillero a uno de sus colegas: «Esta cabecita rizada sabe navegar como el diablo».

“Raras veces habló mi padre de su pasado lleno de aventuras. Sin embargo, lo hacían por él los tatuajes de sus brazos y de su cuerpo, que representaban anclas, barcos y mujeres exóticas con unas cinturas enormes, como así también sus pesadas condecoraciones de plata, que mostraban un dragón chino o un león persa. Como muchos artesanos alemanes de ese período, era consciente de su clase. Pertenecía al Partido Social Demócrata, era un sindicalista leal y consideraba al káiser como un payaso superfluo. Era militante, pero en forma moderada y serena, aunque capaz de repentinas explosiones de ira, y creía firmemente en un futuro socialista, justo y bello.

“Mi madre, una mujer valiente y profundamente religiosa, soñaba con una sola cosa: poseer algún día una casa sobre una colina, con un jardín y plantaciones de abedul a su alrededor, un refugio amable hacia donde volasen sus cuatro hijos —a quienes quería ver dedicados a la carrera marítima—, para pasar allí sus permisos después de cada viaje. Era oriunda de Schonen, la provincia situada más al sur de Suecia; poseía esa hospitalidad natural y ese amor respetuoso hacia todo ser viviente tan característicos de los suecos.

“La primera escuela que frecuenté fue el Colegio Alemán de Buenos Aires. Estuve allí poco más de un año, pero mis recuerdos de aquel tiempo son muy vagos. Siguieron dos años en una escuela inglesa en Singapur. Allí, en la envolvente atmósfera del calor ecuatorial y de la dominación británica del mundo, penetró por primera vez en mi conciencia, y me avergonzó, el enorme abismo que me separaba a mí, hijo de un obrero, de los hijos y de las hijas de los funcionarios coloniales y de los comerciantes blancos de Oriente. No tenía acceso a sus círculos, y la arrogancia burguesa de sus padres les hizo evitar el humilde hogar de mi familia. Nosotros sólo teníamos dos sirvientes chinos, mientras que ellos contaban con quince o veinte. Y como mi padre no vio ningún inconveniente en que yo me juntara con los hijos de sus laboriosos ayudantes eurasiáticos, los pequeños «imperialistas» y esnobs de mi clase me pusieron un apodo que les hacía sonreír taimadamente. Me llamaron Lumpenhund , es decir, «perro sarnoso». Yo era poco agraciado y demasiado alto para mi edad. La maestra, una inglesa gentil y delgaducha, creía, según me parece, que sus eternas censuras al único alumno proletario, así como sus genuflexiones ante los burgueses, escapaban a mi atención”. (Capítulo I, Lumpenhund).

Después se entregaría a la la vida de revolucionario durante las décadas de 1920 y 1930, conocería las entrañas del fascismo y del estalinismo, las entrañas del bestialismo. Sobreviviría a las más peligrosas misiones en los más diversos países (Panamá, Chile, Argentina, Alemania, EEUU), sobreviviría a las torturas de la Gestapo y sobreviviría a la GPU, la policía secreta de Stalin.

En 1937, para escapar a la persecución de una y otra se refugió en los Estados Unidos. En este país había vivido clandestinamente, organizando huelgas, dedicándose a tiempo completo a sus labores de agitador revolucionario y había estado tres años preso por un intento —o seudo intento— de asesinato. Trabajó en lo que pudo mientras escribía el libro que le dio fama, y con la fama salió a relucir su pasado y enfrentó una investigación y un juicio por actividades antiestadounidenses, pero fue declarado inocente. En el ínterin se enroló y participó como combatiente en la marina de guerra de los Estados Unidos, después recibió la ciudadanía y vivió en Marylan hasta el fin de sus días.

En esa época ya era un hombre destrozado. Había perdido sus ilusiones, las grandes ilusiones por las que había luchado, había perdido a Lorelei, la gran mujer de su vida, en las garras de la Gestapo. El hijo de ambos había sido reeducado y se había convertido en un defensor del Tercer Reich, el imperio de Hitler.

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