El 16 de octubre de 1940, el general José Estrella —el hombre al que la bestia solía llamar tío José— cayó sorpresivamente en desgracia. Fue destituido como gobernador de Santiago y de todos los demás puestos que ocupaba. Su flamante cargo de Comisionado especial para el norte, en el que se desempeñaba con brutal autonomía, fue simplemente abolido. Apenas un mes más tarde, el día 16 de noviembre, ingresó como prisionero en la fortaleza San Luis de Santiago.
Las autoridades habían tenido, por órdenes o sugerencias de la bestia, la muy feliz iniciativa, la inspiración divina de reabrir el caso del asesinato de Virgilio Martínez Reyna y su esposa Altagracia Almanzar, ejecutado por órdenes o sugerencias de la bestia. Fue apenas el primero de los grandes asesinatos que cometería la bestia en su dilatada carrera criminal, y ocurrió el 1 de junio de 1930, cuando ya había sido declarado ganador de las elecciones, del descarado fraude electoral de mayo de 1930 y cuando todavía no había tomado posesión de la presidencia.

Los nombres de los sicarios y de José Estrella, el oficial que les había dado carta blanca para cometer el hecho, habían salido a relucir desde el primer momento. Los asesinos, no obstante, se paseaban y se pasearían toda la vida con impunidad y la opinión pública ardía de indignación.

Rafael Estrella Ureña era en ese momento presidente provisional de la República y hay quien dice que lloró con la misma indignación. Se trasladó entonces a Santiago para tratar de aplacar los ánimos y mover de alguna manera el oxidado brazo de la justicia, acallar los insistentes rumores que circulaban. Pero los peores rumores se confirmaron. El mero jefe de los asesinos era su propio tío, el general José Estrella. Y el jefe de todos los jefes y de todos los asesinos era la bestia, el hombre fuerte del país, el infame brigadier, el hombre que ejercía el poder, que mataba y mandaba a matar desde antes de ganar las elecciones y de juramentarse como presidente.

Rafael Estrella Ureña se replegó de inmediato. Pensaría que no había nada que hacer o que sería en extremo peligroso y vano el tratar de hacer algo. A la corta y a larga él también sería víctima de la bestia. La bestia lo obligaría a tomar la ruta del exilio, le permitiría volver en un momento muy precario de su existencia, lo nombraría en un cargo, lo metería en la cárcel, lo nombraría después en un más alto cargo y lo ayudaría finalmente a morir durante una cirugía de rutina, pero decretaría tres días de duelo nacional a raíz de sus deceso.

José Estrella cayó preso, acusado del asesinato de Martinez Reyna y su esposa, en compañía de Francisco Antonio Veras (Pichilín) y Onofre Torres, a quienes se atribuía la ejecución del hecho. Pero también fueron acusados y encerrados como cómplices Tomás Estrella, Luis Silverio Gómez (que fue suicidado en prisión), Juan Camilo Arias, Mateo Salcedo, Nicolás Peña y Rafael Estrella Ureña, que a la sazón era diputado.

Dice Crassweler que sobre la cabeza de José Estrella cayó un torrente de denuncias, de todo tipo de cargos civiles y criminales y que en el camino a la cárcel la gente se arremolinaba a su alrededor en número cada vez mayor, lo insultaban, lo vejaban, lo humillaban. Parecía que el enfurecido público hubiera sido capaz de desgarrarlo miembro por miembro si los custodias del general lo hubiesen permitido. Pero no está claro si tales manifestaciones eran espontáneas o si se trataba de un espectáculo previamente organizado en el que participaban mayormente agentes del gobierno, guardias y policías, quizás, vestidos de civil.

José Estrella fue acusado de todo lo que podía ser acusado. Se lo acusó —dice Crassweller— de hurtos mayores y menores, se lo acusó de estupró, se lo acusó de crímenes y asesinatos al granel.
Se invitó a los parientes de las víctimas a ofrecer testimonio contra el imputado, se exhumaron numerosos cuerpos de sus víctimas para supuestos fines de investigación, y se exhibieron y pasearon por calles de Santiago.

El general Estrella —añade Crassveller— fue castigado además con la deshonrosa y humillante expulsión de las filas del glorioso Partido Dominicano, se le despojó de la medalla al Mérito Militar, la prestigiosa Orden de Trujillo y la Orden de Duarte. Lo había perdido todo, incluyendo el honor, pero al general Estrella nunca pareció importarle.

Para empeorar las cosas, la bestia se ausentó nueva vez del país y lo abandonó a su suerte al querido y admirado tío José, lo dejó en manos del brazo imparcial de la justicia, y durante su larga ausencia de cuatro meses todo fue de mal en peor para el general en desgracia. Incluso fue acusado de la muerte de un fotógrafo llamado José Roca y condenado a veinte años frente a un numeroso público que aplaudió frenéticamente.

Lo extraño o aparentemente extraño del caso era la calma y desvergüenza y tranquilidad con la que José Estrella tomaba las cosas. Todos los agravios parecían rebotar sobre su piel de cocodrilo, no le hacían mella. Admitía —como dice Crassweller— con imprudente o temerario candor las infinitas atrocidades que había cometido en el Cibao, pero desligando a la bestia de toda responsabilidad. El energúmeno no se arrepentía de nada. Decía y repetía con la más desafiante actitud que si volvía a encontrarse de nuevo al mando de sus tropas procedería de igual manera contra todo aquel que osase atentar contra su querida bestia y hasta confesó voluntariamente haber ordenado la muerte de Virgilio Martínez Reyna, la de su esposa Altagracia Almanzar y la del hijo que llevaba en su vientre.

Quizás la actitud desafiante de José Estrella se explica a la luz del instinto, del instintivo conocimiento de la naturaleza de la bestia. Quizás de alguna manera sabía o advertía que sólo se trataba de un juego que ya conocía, de una jugarreta política, una de las tantas jugarretas políticas a las que era aficionada la bestia. Acaso simplemente sabía que a la corta o a la larga las aguas volverían a su nivel, como en efecto volvieron. José Estrella era tan bestia como la bestia y en el fondo sabía que bestia con bestia no se cortan.

HISTORIA CRIMINAL DEL TRUJILLATO [57]
https://eltallerdeletras.blogspot.com/2019/ 04/historia-criminal-del-trujillato-1-35.html

Bibliografía:
Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator

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