No es que la vida fuera más divertida o aburrida entonces, es que en los pueblos había que tener imaginación para divertirse. Inventarse una diversión: Fabricarse un carrito con ruedas de jabilla, un fufú con una tapita de refresco o un botón, una careta de diablo, una chichigua, la más simple de todas las chichiguas que llamábamos capuchino, que era apenas un papel doblado que hacíamos volar sujeta a un delgado hilo de coser.

Era fácil, aunque quizás inconcebible en estos tiempos, divertirse jugando bolitas o al topao, jugando al trúcamelo, a las escondidas en noches oscuras. Jugar con el embique o con el trompo, el simple trompo con el que muchos desarrollaban destrezas increíbles.

Paradójicamente, una de las cosas que estimulaba la imaginación eran las fiestas religiosas. La Cuaresma, por ejemplo, era una de las mejores cosas en aquel pueblo apacible donde la tranquilidad venía de tranca. La Cuaresma y la Semana Santa (esos períodos de reflexión y recogimiento, que en la voz de nuestros mayores y en la voz de las beatas sinceras tenía un timbre, una resonancia especial), provocaba entre los párvulos un extraño regocijo. Recibíamos con júbilo el fabuloso Miércoles de Ceniza que nos daba la oportunidad de hacernos una cruz en la frente y embarrarnos la cara para jugar a indios y vaqueros. Incluso el solemne Jueves Santo, el jueves de la última cena, era para los chiquillos casi festiva. Sólo el Viernes Santo era de total recogimiento.

El principio del fin empezaba y empieza todavía con el festivo Domingo de Ramos, aquellos ramos trenzados de palmera con los que salíamos de misa y asistíamos a la que entre nosotros se llamaba tanda vermouth, el cine de las diez y media. Luego venían los días solemnes, el mencionado Jueves Santo y el terrible Viernes Santo, el día de la crucifixión, las procesiones que nadie se perdía, con banda de bomberos a la cabeza, la siempre desafinada banda de música, y finalmente el Sábado de Gloria y el Domingo de Resurrección, las campanas de la iglesia y la sirena de los bomberos a todo dar.

El mayor acontecimiento, sobre todo y más que nada, era la quema de Judas, el Judas que quemaban el Sábado de Gloria a eso de las diez de la mañana. El extraño Judas del que hacían un muñeco grande que paseaban por el pueblo, en medio de una inmensa algarabía. Ningún pequeño se quedaba atrás, y muchos grandes tampoco. Todos participaban o querían participar en la quema del Judas…

Aparte de los días festivos, había días en Semana Santa cuando no podías cortar o herir un árbol con machete o con cuchillo sin que del árbol brotara sangre de Cristo y le causara dolor, y había días en que se rumoraba que el pájaro malo andaba suelto y se te ponía la piel de gallina y no te atrevías a salir o mencionarlo por su nombre. Poca gente le decía diablo al pájaro malo.

Así recuerdo la Semana Santa y la vida en aquel pueblo, mi pueblo donde nací y me hice niño. Un mundo que ya no existe.

Es algo igual o parecido o que por lo menos se relaciona con lo que cuenta el célebre y celebrado escritor y periodista y humorista mexicano Armando Fuentes Aguirre, alias Catón:

«Cuaresma opaca
»DE POLÍTICA Y COSAS PEORES / Catón EN EL NORTE
»26 marzo 2024
»El señor Obispo llegó al pueblo y fue objeto de una cálida recepción. Se formó una valla de vecinos que lo aplaudían y le gritaban vivas. Dos borrachitos salieron de la cantina al oír el alboroto. “Es el señor Obispo -le dijo uno al otro-. Ahora que pase por aquí hay que decirle algo bonito”. El borrachín se preparó, y cuando el dignatario pasó frente a ellos gritó con toda la fuerza de sus pulmones: “¡Señor Obispo! ¡Que chingue a su madre el diablo!”… En otros tiempos la Cuaresma era realmente opaca, como escribió López Velarde en su bellísimo poema, “Suave Patria”, en el cual declaró su deseo de raptarla “sobre un garañón y con matraca”. La matraca era la pistola, llamada así en lengua popular. Ahora ya no se observa la misma religiosidad. Algunos dirán que eso es para bien, otros que para mal; pero lo cierto es que los tiempos han cambiado. Es una pena, digo yo desde el rincón de mi nostalgia. Sin Viernes de Pasión no puede haber Sábado de Gloria, ni gozoso Domingo de Resurrección. Aquel catolicismo de antes, que el poeta jerezano calificaba “de Pedro el Ermitaño”, tenía para toda tristeza una alegría, y un bálsamo para cualquier dolor. Los ciclos de la liturgia marcaban con ritmo inalterable los gozos y dolores de que la vida está hecha, y el color de los ornamentos sacerdotales señalaban los diferentes ánimos del hombre. Ahora todos los días nos parecen iguales. Las Cuaresmas ya no son opacas, o son tan opacas como el resto de las estaciones. Y yo siento, para usar otra frase del bardo de Jerez, una íntima tristeza reaccionaria…».

Lo cierto es que todo era entonces era más colorido. Vivíamos como quien dice en un mundo mágico (del cual la religión formaba parte), la magia pueblerina, engañosa, de un pueblo donde la tranquilidad venía de tranca. De la pesada mano del tirano.

Era la vida sin televisión y sin teléfono. Era en gran parte un mundo de fantasía. Teníamos juguetes, pero la imaginación era el más importante. No podías disparar sin imaginación con una pistola de juguete. Sin una gran imaginación no podías fingir que eras un detective (el protagonista de la película) y el otro era un bandido, un forajido, y que el caballo de palo de escoba que montabas era real. Pero donde la imaginación jugaba un papel estelar era en los juegos de pelota y las novelas que narraban por la radio, sin mencionar los cuentos de terror.

No recuerdo haber vivido muchos momentos más intensos y adictivos que cuando nos congregábamos en familia en derredor de un viejo Philips para escuchar la novela Tamakún, el vengador errante. Una novela cubana. En esa poca casi todo lo bueno venía de Cuba y venía de Mexico, con excepción de Flash Gordon, la fantástica serie futurista que pasaban en el Cine Carmelita o el Peravia.

También se escuchaban novelas de Drácula en la radio, narraciones dramatizadas cuyos efectos especiales —los espeluznantes efectos especiales de esos tiempos—, hacían cundir el terror por las venas.

Sin embargo, la más pura forma de terror que he conocido no necesitaba de ningún tipo de artilugio ni efectos especiales o cabezas cortadas ni cuerpos desmembrados. Era el terror oral que te infundía un contador, o mejor una contadora de cuentos, quizás analfabeta. Sólo había que sentarse a prima noche en derredor de una persona que contaba cuentos en los que quizás creía firmemente para tener una experiencia alucinante. Era como una sublevación de los sentidos, una inmersión en lo sobrenatural, que era muy natural en ese tiempo.

Las cosas han cambiado. Al mundo de ayer se lo tragó el minutero. No obstante, como dice el mencionado Catón, «No se trata, no, de pedir el regreso de los días idos para siempre, ni de repetir aquello de que todo tiempo pasado fue mejor. (…) Las cosas del tiempo que se fue son irrecuperables y no cuadran ya con el espíritu y las maneras de los días nuevos. A veces, sin embargo, es útil volver los ojos al pasado, no para anclarse en él, sino para tocar las raíces que nos han nutrido».

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