Aquí como allá, los personajes extraordinarios aparecen para que la vida rompa la rutina. Un mundo de “gentes normales” sería lo más aburrido del Universo. Ocurre en las novelas de Dostoievski, que no faltaban, y aparecen en las fotos del Paris de Doisneau, una colmena de cafés donde los propietarios se confunden con visitantes y los creadores forman la vanguardia del batallón que resiste al absurdo… la lista es larga y la mezcla explosiva que incorpora a antiguos combatientes en el Café de l’Ourcq o los aeronáutas Orson Welles y Hemingway como dos escapados de la rigidez americana que se encuentran en el Café des Chasseurs con un señor que se distingue por su halcón, cual pirata en busca de tesoros embotellados, donde espera encontrar la eterna juventud… si no, la perenne alegría, mientras le dura el jumo al Monsieur Beauvoir. Todos parecen alargar la fiesta del pequeño Toulouse y Coco no distingue marcas, el asume el rol para que todos rían desde su sombrero de hongo o chapeau melon, hasta la cotorra momisada que lo acompaña. Y ese mismo espíritu burlón impregnó la Resistencia, esa misma libertad que Delacroix eternizó y se impuso en las barricadas con viejos fusiles máuser, cigarrillos Gaulois y sandalias de musulmanes de cuero e chivo cojú. Los mismos que se enfrentaron a los “boches” alemanes aliados del general Petain, el resucitado por Macron por su heroísmo, queriendo cambiar la Historia y cogernos de pendejos.
Ya se sabía, desde que Cezanne y Monet “dañaron” la Pintura, que la locura no quitaría a París y sus bares y cafés se multiplicaron para evitar manicomios innecesarios. Doisneau lo entendió muy bien porque es de loco colocar un caballete en medio de la calle y ni pestañar con la presencia de los curiosos hasta que la obra no llegara al final de los finales.
Y no enfocó a los locos locales, quedaron transformados los que se fijaron en la Mona Lisa o los que se durmieron bajo la Torre o los que admiraron al patinador solitario del Trocadero con 85 años sobre su vivir y 8 sobre sus pies.
Los conserjes de los edificios no enfrían los cañones, pero leen el futuro que desfila por la imaginación que cobra vida en el lV arrondissement cuando Dassonville saca a pasear su pato y M. Bayez se asoma a la ventana con su mono.
Cuando Bruan saltaba de Pub en Pub, dejando sus alaridos operáticos y el Can-can se encendía en La Galette. ¿Quién se va a acordar de Claude le Docker con su chambra clavada en la boca convirtiendo el vino blanco en rojo? Ni él mismo después de dos copas, aunque quizás todos los Pin up que tapizan los muros del cuartucho donde él ponía a todas las mujeres recortadas de Le Monde, Match… menos a su madre. “Cada loco con su tema” parecen decir todos porque en el mundo de Dios hay de todo un loco. Y el tema de Jean Savary es la escultura que practica o ejerce en cualquier piedra que encuentre a la que le entra a martillazos a su cincel, aunque la mayoría caiga sobre su pulgar, antes que pueda definir la figura escondida en la mole. Distanciado de la sociedad se le veía en su bote tirado a navegar por cualquier canal a condición que tuviera agua, y la vela, una vieja sábana colgada de un mástil de bambú, nos traslada a le Radeau de la Méduse de Théodore Gericault.
Y, claro está, en ningún batallón pueden faltar los generales y por eso ocupa su puesto el almiral Monsieur Nollan con la cortesía y modales propios de los tiempos que ahora son nostalgia y nada más.
Y el desfile por el lente no para y pasa a vuelo rasante por el taller de Henri Heraut con una colección de muñecas viejas, tres veces mayor que la de doña Yolanda la mère de Marcel, el dueño de Diagnosis, que dan a creer que es él quien creó la horrenda Chonky, Heraut, no Marcel.
El hilo fotográfico de Doisneau ahorra el tiempo y el duelo del último Bonaparte, que, sable en mano, desafía a Pierre Merindol quien en sus crónicas lo trató de “deshidratado” por lo que el honor estaba en causa. Sable o bicicleta, cualquiera puede ser motivo para hacer destacar esa individualidad “ufólica”, como diría Papo o Willy, que es lo mismo, por la zona UFO de los Fritíos, cerca de Ulán Bator, colindante con Tamboril.
Y esa era la capital de la cultura mundial, con sus pescadores en el Sena, sus lectores diseminados en los parques, sus amorosos besándose sin temor a una multa del politur, bajo la vigilancia de las gárgulas de cemento de Notre-Dame, porque al final, “Doisneau es una Fiesta”. Esa fiesta donde bailaba Giacometti con su baguette bajo el brazo y casi sin mirar por la timidez que lo pisaba, o donde desayunaba Picasso con seis croissants, como guantes, vigilado de cerca de la Gilotte cuando se enamoró de su fama y su fortuna que no consiguió y que transformó en amargura y despotrique.
Ese es el París que interesa, llena de locos creativos, no el de Macron mercuriano apopléjicamente acomplejado y más atrasado que la misma Marine porque él es un émulo de las olimpíadas del 36. ¡Voilá!