Conocer a los hermanos Pichardo no fue tarea fácil. Parecía que estuvieran siempre, como en una película antigua, en movimiento, y a pesar del parecido familiar no había uno que fuera igual a otro. Estaban cortados por distintas tijeras, sobre todo en lo que respecta a personalidad. Además, uno de ellos era comunista y otro tenía vocación de cura y entre ambos extremos había un músico. Otros serían ingenieros y uno se dedicaría a contabilidad y finanzas.
De mayor a menor, si no me equivoco, respondían a los nombres de Miguel, Nicolás, Carlos, José, Jesús, Juan, Jacinto y Bernardo.
Carlos, uno de los mayores, era como un muchacho grande y sano y tranquilo, con una voz timbrada de locutor de radio, pero Jacinto, el antepenúltimo, era todo lo contrario, el más inquieto de todos.
Recuerdo que eran unos tipos correctos y bien educados y generalmente apacibles. Ninguno parecía prestar importancia a las actividades de los demás y cuando Nicolás convirtió su casa —la casa de la viuda Pichardo— en un conspiradero, nadie le dio mayor importancia. Empezamos a reunirnos con cada vez mayor frecuencia en la pequeña y discreta oficina que se encontraba a un lado de la sala. De hecho, al cabo de un tiempo algunos miembros de la dirección del PSP también empezaron a usar la oficina para sus frecuentes reuniones.
En una ocasión, mientras platicaba con uno de los hermanos en el corredor, Asdrúbal Domínguez salió de la oficina y se me acercó. Asdrúbal era uno de los dirigentes estudiantiles más prestigiosos y queridos, uno de los fundadores de la Federación de Estudiantes Dominicanos y del grupo Fragua. Era, además, una persona muy educada y formal, pero no carecía de sentido del humor y me preguntó en un tono que pretendía ser muy serio:
—¿Se encuentra por aquí el lumpen Nicolás?
La palabra lumpen se aplica a un delincuente, a una persona sin principios, un amoral, pero en la voz de Asdrúbal tenía una resonancia cordial. Era una broma intelectual.
Nicolás se encontraba en ese momento en el patio, pintando pancartas con su letra inigualable, y yo me limité a llamarlo en voz alta con el mismo apelativo que había usado Asdrúbal:
—Lumpen, Jasón quiere hablar contigo.
Jasón era el seudónimo, el nombre supuestamente clandestino de Asdrúbal y Nicolás entendió de inmediato, pero lo que me sorprendió fue que respondiera a la palabra lumpen. En realidad el término nos simpatizaba, nos pareció emblemático y simpático desde que lo escuchamos en boca de Asdrúbal. A partir de entonces pasamos a llamarnos Lumpen Perico y Lumpen Nicolás. Lo de Perico es un mote de familia que los Pichardo adoptaron, igual que me adoptaron un poco a mí.
Al producirse el estallido de la insurrección de abril de 1965, la casa de la viuda Pichardo, como describí en «Uno de esos días de abril», se convertiría en lo que todos llamaban el comando de la viuda:
«…la casa de la viuda —nuestro lugar preferido de encuentro— estaba siempre invadida por multitud de gente. Junto a los hijos pululaban los parientes de los hijos multiplicados por los amigos de los hijos, los camaradas de los hijos, las novias de los hijos y de los camaradas de los hijos. La casa de la viuda –convertida en comando de la viuda— era un lugar surrealista semejante a un andén, una estación de tren o de aeropuerto, recinto militar donde muchos entraban y salían frecuentemente armados y a deshora en aquellos días de la guerra».
Desde las primeras horas de la tarde de aquel luminoso sábado 24 de abril (después que José Francisco Peña Gómez anunciara por radio con su voz portentosa que se había producido un levantamiento militar contra el Triunvirato), empezamos a confluir en la casa de la viuda:
«La mayoría de los miembros de las células universitarias del PSP nos congregamos espontáneamente en la casa de la viuda Pichardo y de inmediato recibimos instrucciones de tirarnos a la calle, pintura en mano, llenar la ciudad de letreros, infinitos letreros y una consigna aterradora: Armas para el pueblo, PSP.
»Por experiencia sabíamos que la propaganda política colocada en las esquinas de las casas, en el cruce de las calles, tiene un efecto multiplicador, y la pintura roja multiplicaba el efecto. Un día después no había casi un espacio en la ciudad donde no resaltara la dichosa consigna. Armas para el pueblo, Armas para el pueblo y armas para el pueblo, PSP. De hecho, las armas comenzarían a fluir desde temprano, más temprano que tarde».
En esa actividad de pintar letreros y corear consignas nos sorprendió la batalla del Puente Duarte tres días después. El día 27 de abril de 1965.
Fue, como ya he descrito en «Uno de esos días de abril», «un episodio devastador y sorpresivo. Los aviones, que durante dos días habían sobrevolado rutinariamente el lugar, tomaron altura y se organizaron de repente en formación de combate y cargaron en picada sobre la multitud, soltando bombas, cohetes y metralla, reventando seres humanos que desde el aire parecerían como si fueran globos de feria. Subieron y bajaron en picada una vez y otra vez, masacrando a la población y creando un pánico infinito».
Era en verdad un espectáculo aterrador:
«Desde el lugar en que estábamos no podíamos ver la multitud, pero cuando los aviones bajaron en picada y desataron el pandemónium, su vómito de bombas y metralla, el horror nos partió el alma, se nos quebró como un vidrio, se nos enfrió el valor.
»En ese momento tomamos una decisión de vida o muerte, una decisión salomónica. Nos mandamos con el rabo entre las piernas hacia la casa de la viuda en la Ciudad Colonial, pero allí la situación no era mejor.
»Para empezar, la flamante Marina de Guerra, que se había declarado neutral al inicio del conflicto, se sumó a la causa de los genocidas y varias de sus naves (destructores y fragatas) se alinearon frente al malecón para castigar a cañonazos a los constitucionalistas que quedaban en el palacio, que no eran muchos.
»Tan mal se manejaban con la artillería que pocos proyectiles dieron en el blanco y sólo atinaron a destrozar viviendas de los alrededores y a matar niños y amas de casas.
»Para peor, la más importante fuerza militar de la ciudad de San Cristóbal, el traicionero batallón Mella, también se integró al bando de San Isidro. Un contingente de alrededor de mil guardias bien armados y bien apertrechados, marchaba ahora desde el oeste hacia la capital.
»Lo peor de lo peor –aunque era más que previsible–, fue el bestial viraje de los cascos blancos».
Todo parecía venirse abajo. Nicolás y yo y Manuel Ortiz y otros que no recuerdo nos mirábamos a los ojos y escuchábamos el estruendo sin saber qué hacer.
A eso de las dos de la tarde del día martes 27 de abril se inició en el Puente Duarte el asalto de las temidas fuerzas del CEFA. El llamado Centro de Enseñanza de las Fuerzas Armadas.