Nunca se insistirá bastante en que una de las cosas que deslumbran al espectador —sí, el espectador— de la pelea entre Tom King y Sandel es la extraordinaria técnica cinematográfica del relato de Jack London, el carácter audiovisual y a veces táctil de una narración que en ocasiones permite sentir los golpes que reciben los contendientes, el cansancio que empieza poco a poco a invadir al más viejo.

Más importante aún es la descripción de la intensa carga de vida interior de Tom King, su inteligencia emocional, la lucidez con que enfrenta la situación.

La estrategia de púgil se basa en la economía de recursos, observa a su oponente con parsimonia, lo estudia, lo esquiva, trata de evitar la confrontación directa, mantiene “su deli­berada lentitud, sin importarle el griterío de los jóvenes vehementes que querían verle pelear”, pero no puede evitar el ocasional “diluvio de golpes” que cae sobre él. Hace de tripas corazón. El que ataca lucha por la victoria, como diría Tzun Tzu en “El arte de la guerra”, pero el atacado lucha por sobrevivir, aunque también busca la victoria. Tom King logra asestar otro golpe contundente a la mandíbula de Sandel, pero el joven púgil se repone. La juventud se repone. El golpe que propinó también le hace daño a Tom King, a sus nudillos lesionados: “sabía que, para que pudieran resistir todo el combate, tenía que racionar los golpes prudentemente”.

Finalmente se lanza al ataque con todas las fuerzas que le quedan y pone en serios problemas a Sandel, pero al mismo tiempo empieza a sentir que el corazón se le sale por la boca:

“Sandel retrocedía dando traspiés, perseguido por King, que empezaba a sentir calambres en las piernas y cuyos nudillos co­menzaban a resentirse. Sin embargo, siguió asestando sus terribles golpes, sin detenerse ante el dolor que cada uno de ellos producía en sus manos, en sus pobres manos, viejas y torturadas. Aunque en aquellos momentos no recibía ninguna réplica de su adversario, se debilitaba a toda prisa, de modo que pronto su estado igualaría al de Sandel. No fallaba un solo golpe, pero éstos ya no poseían la potencia de antes y cada uno de ellos suponía para un esfuerzo extraordinario. Sus piernas parecían de plomo y se arrastraban visiblemente por el ring. Los partidarios de San­del lo advirtieron y empezaron a dirigir gritos de aliento al joven boxeador.

“Esto decidió a King a realizar un postrer esfuerzo y asestó dos golpes casi simultáneos: uno con la izquierda, dirigido al plexo solar y que resultó un poco alto, y otro con la derecha a la mandíbula. Estos golpes no fueron demasiado fuertes, pero Sandel estaba ya tan conmocionado, que cayó en la lona, donde quedó debatiéndose. El árbitro se inclinó sobre él y empezó a contarle al oído los segundos fatales. Si antes del décimo no se levantaba, habría perdido el combate. En la sala reinaba un silencio de muerte. Apenas se mantenía en pie sobre sus piernas temblorosas. Se había apoderado de él un mortal aturdimiento y, ante sus ojos, el mar de caras se movía y se balanceaba mientras a sus oídos llegaba, al parecer desde una distancia remotísima, la voz del árbitro que contaba los segundos. Pero conside­raba el combate suyo. Era imposible que un hombre tan castigado pudiera levantarse.

“Solamente la juventud se podía levantar… Y Sandel se levantó. Al cuarto segundo, dio media vuelta, quedando de bruces, y buscó a tientas las cuerdas. Al séptimo segundo ya había con­seguido incorporarse hasta quedar sobre una rodilla, y descansó un momento en esta postura, mientras su aturdida cabeza se bamboleaba sobre sus hombros. Cuando el árbitro gritó «¡nue­ve!», Sandel se levantó del todo, adoptando la adecuada posición de guardia, cubriéndose la cara con el brazo izquierdo y el estómago con el derecho. Así defendía sus puntos vitales, mien­tras avanzaba agachado hacia King, con la esperanza de agarrarse a él para ganar más tiempo”.

Lamentablemente el mejor momento había pasado. Pronto empezaría Tom King a vacilar “entre la derrota y la supervivencia”. Pelearía con el alma, más que con los puños:
“Tan pronto como Sandel se levantó, King se le echó encima, pero los dos golpes que le envió tropezaron con los brazos pro­tectores. Acto seguido, Sandel se aferró a él desesperadamente, mientras el árbitro se esforzaba por separarlo, ayudado por King. Éste sabía con cuánta rapidez se recobraba la juventud y, al mismo tiempo, estaba seguro de que Sandel sería suyo si podía evitar que se repusiera. Un enérgico directo lo liquidaría. Tenía a Sandel en su poder, no cabía duda. Él había llevado la iniciativa del combate, había demostrado mayor experiencia que su contrincante le llevaba ventaja de puntos. Sandel se desprendió del cuerpo de King, tambaleándose, vacilando entre la derrota y la supervivencia. Un buen golpe lo derribaría definitivamente, y, ante esta idea, Tom King, presa de súbita amargura, se acordó del bistec. ¡Ah, si lo hubiera tenido y contara con su fuerza para el golpe que iba a asestar! Concentró sus últimas energías en el golpe decisivo, pero éste no fue bastante fuerte ni bastante rápido. Sandel se tambaleó, pero no llegó a caer. Con paso vacilante, retrocedió hacia las cuerdas y se aferró a ellas. King, también tambaleándose, le siguió y, experimentando un dolor indescriptible, le asestó un nuevo golpe. Pero las fuerzas le habían abandonado. Únicamente le quedaba su inteligencia de luchador, turbia, oscurecida por el cansancio. Había dirigido el puño a la mandíbula, pero tropezó en el hombro. Su intención había sido darlo más alto, pero sus cansados músculos no le obedecieron. Y, por efecto del impacto, el propio Tom King retrocedió, dando traspiés. Poco faltó para que cayera. De nuevo lo intentó. Esta vez su directo ni siquiera alcanzó a Sandel. Era tal su debilidad, que cayó sobre el joven y se abrazó a su cuerpo, para no desplomarse definitivamente a sus pies.

“King ya no hizo nada por separarse. Había puesto toda la carne en el asador: ya no podía hacer más. La juventud se había impuesto. Incluso en aquel abrazo, notaba cómo Sandel iba recuperando sus fuerzas. Cuando el árbitro los separó, King vio claramente cómo se recobraba su joven adversario. Segundo a segundo, Sandel se iba mostrando más fuerte. Sus directos, débiles y vacilantes al principio, cobraron dureza y precisión. Los ofuscados ojos de Tom King vieron el guante que se acercaba a su mandíbula y se propuso protegerla alzando el brazo. Vio el peligro, deseó parar el golpe, pero el brazo le pesaba demasiado y no pudo: le pareció que tenía que levantar un quintal de plomo. El brazo no quería levantarse y él deseó con toda su alma levantarlo. El guante de Sandel ya le había llegado a la cara. Oyó un agudo chasquido semejante al de un chispazo eléctrico y el negro velo de la inconsciencia envolvió su mente.

“Cuando abrió de nuevo los ojos, se encontró sentado en su rincón y oyó el clamoreo del público, semejante al rumor del oleaje de la playa de Bondi. Alguien le oprimía una esponja empapada contra la base del cráneo, y Sid Sullivan le rociaba la cara y el pecho con agua fría. Le habían quitado ya los guantes y Sandel, inclinado sobre él, le estrechaba la mano. No sintió rencor alguno hacia el hombre que lo había dejado fuera de com­bate, y le devolvió el apretón de manos tan cordialmente, que sus nudillos se resintieron. Luego Sandel se dirigió al centro del cuadrilátero, y el griterío del público se acalló para oírle decir que aceptaba el desafío de Young Pronto, y que proponía aumentar la apuesta a cien libras. King le contemplaba, indiferente, mientras sus segundos secaban el agua que corría a raudales por su cuerpo, le pasaban una esponja por la cara y lo preparaban para abandonar el cuadrilátero. King sentía hambre; no era aquélla la sensación de hambre ordinaria, sino una gran debilidad, una serie de palpitaciones en la boca del estómago que repercutían en todo su cuerpo. Se acordó del momento en que había tenido ante él a Sandel tambaleándose, al borde del knock-out. ¡Ah, si hubiese tenido aquel bistec en el cuerpo! Entonces nada habría salvado a Sandel. Le había faltado sólo esto para asestar el golpe decisivo con eficacia. Había perdido por culpa de aquel bistec”.

El verdadero ganador fue Jack London (el ganador de la narración), un autor a veces menospreciado que en su corta vida de aventurero y escritor demostró una y otra vez sus extraordinarias dotes de narrador. Dotes tan superiores a las de muchos clásicos de la gran literatura usamericana. Las mismas que le permitieron darle vida a un personaje tan introspectivo y de tan densa e intensa humanidad como Tom King y mantener al lector clavado en el relato.
(Lea el relato completo en
https://ciudadseva.com/texto/un-buen-bistec/).

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