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“¿Qué está pasando? Hoy, gran silencio en la tierra. Gran silencio y luego soledad porque el Rey está dormido. La tierra tembló y quedó en silencio, porque Dios durmió en la carne.” Comienza así una antiquísima homilía que la liturgia de las Horas nos regala para meditar cada año el Sábado Santo. Los días anteriores los cristianos lo han vivido muy profundamente, recordando la pasión de Cristo. Pero hoy, sábado santo, parece que, como en el tango, “sus ojos se cerraron y el mundo sigue andando…”

Sábado Santo es este día intermedio del que no sabemos muy bien qué decir al respecto. Jesús está muerto y enterrado. Para los apóstoles todo es desolación, muchos sentimientos recorren la cabeza y el corazón de los hombres y mujeres que han puesto su esperanza en Jesús.

En un silencio atónito cuestionan, dudan, se rebelan, pero más que nada, recuerdan las acciones y palabras de Jesús. Básicamente, el sábado Santo es un día de relectura donde surge la pregunta que se hace el mismo Jesús: ¿Qué dice la gente que soy? Pregunta formulada a los discípulos unos días antes del grandioso escenario de la Transfiguración, pero también una pregunta indirecta o invertida planteada a las multitudes, a escribas y a los fariseos. Obliga al oyente a posicionarse: ¿este hombre es un impostor, un loco, un hombre aparte, el hijo de Dios? Y estas preguntas, en el corazón de los discípulos, chocan con la cruz, la muerte brutal de Jesús, esta aparente aniquilación de toda esperanza. Aunque algunos recuerdan extrañas palabras de Jesús: “El Hijo del hombre será muerto, y al tercer día resucitará” (Lucas 9:22).

Si todos creen que los muertos resucitarán en el último día (Jn 11,24), si la mayoría vio la resurrección de Lázaro, ninguno entendió el significado exacto de esta palabra de Jesús. Tomada entre la muerte de Jesús y su resurrección, el Sábado Santo da paso al silencio de la interiorización, a la profundización de los hechos y gestos de Jesús. Pide un acto de fe similar al del Centurión al ver morir crucificado a Cristo: “¡Verdaderamente este hombre era el Hijo de Dios!” (Mc 16,39).

No obstante, es un día hueco, es un día “vacío”: nos corresponde a nosotros asumir este silencio para recibir sus frutos. Los primeros cristianos hicieron de este día uno de ayuno absoluto, no penitencial, sino festivo: un ayuno del deseo, del deseo de ser realizado por la resurrección de Cristo. Se trata, por tanto, de no querer llenar este día con cosas que hacer, sino de aceptar este vacío. Si Cristo, que es nuestra vida, “se durmió”, no es para que lo abandonemos, sino para que vigilemos con él, a diferencia del Jueves Santo. Es una oportunidad para hacer balance del vacío y de la ausencia, pero no de manera desesperada precisamente porque la meditación de las acciones y palabras de Cristo nos vuelve a decir en quién hemos puesto nuestra esperanza.

Pero no debemos olvidar que el Sábado Santo es una parte integral del Triduo Pascual, que es la gran celebración anual de la Pascua de Cristo. Desde el jueves Santo al el Domingo de Resurrección, somos hechos partícipes de la ofrenda que Jesús hace de sí. Sábado Santo no es un día aparte, es un día que hay que tener en cuenta en el corazón de este conjunto porque es el lugar de resonancia entre los acontecimientos que constituyen el misterio pascual.

Entre la celebración eucarística del jueves Santo y la de la noche de Pascua, las Iglesias cristianas no celebran la Eucaristía. Hay, por tanto, dos días alitúrgicos en el sentido en que le damos el nombre de “liturgia” a la celebración eucarística (la Divina liturgia como lo llaman los orientales). Pero, en realidad, la Iglesia ora, se reúne para formar el cuerpo de Cristo en la oración. Ella reza su gran oración el Viernes Santo de pie ante la Cruz donde Jesús ofreció, con fuerte clamor y lágrimas, oraciones y súplicas a Dios que pudiera salvarlo de la muerte, y fue escuchado por su gran respeto (Heb 5, 7). Ella continúa orando el sábado Santo, pero con moderación y mayor sobriedad. Sin pompas, se reúne para celebrar las Horas que sostienen su esperanza.

Los templos permanecen sin adornos. En las Iglesias católicas las imágenes están tapadas y en los templos reformados, un paño pende de la cruz. En la víspera se retira el mantel del altar, los candelabros y las flores, y se coloca la reserva eucarística en el exterior de la iglesia, en un lugar previsto al efecto. La comunión sólo se puede llevar a los enfermos en peligro de muerte (viático). Se permite administrar el sacramento de la penitencia y la reconciliación y los sacramentos de los enfermos, pero no se pueden celebrar matrimonios ni bautismos. El tiempo se detiene esperando que estalle la alegría de la Pascua.

Sábado Santo es a menudo el día “olvidado” en la liturgia y la mayoría de las veces nos concentramos más en prepararnos para la Vigilia Pascual. Pero no es un día de lamento y luto sino un día de silencio expectante.

En el oficio de lecturas, se encuentran los salmos de confianza: “En toda paz me acuesto y duermo, porque tú me vivificas” (antífona del Sal. 4), porque el que ha dormido en la carne despertará y ya lo aclamamos: “¡Que entre el rey de la gloria!”» (antífona del Sal. 23), porque si nuestros ojos lloran, y es justo, el amigo perdido, el hijo único y amado, el Señor de la gloria, podemos pronunciar las palabras que él mismo pone en nuestra boca: “Estuve muerto y aquí estoy vivo para siempre; Tengo las llaves de la muerte y del infierno” (antífona del Sal 150, oración de la mañana). La Iglesia en la oración no mira su angustia, dirige decididamente su mirada hacia Cristo, que se hizo obediente hasta la muerte y que recibe del Padre el nombre que está sobre todo nombre (respuestas después de la lectura, mañana y tarde, cf. Fil 2 :8-9).

En este día no hay gesto sacramental en torno a la eucaristía como el jueves Santo, ni veneración de la cruz como el viernes Santo. Tampoco hay procesión ni largas lecturas. El único gesto que queda en la Iglesia es el canto. Particularmente el canto de los Salmos. Por un lado porque Cristo hace oír su voz orando al Padre y nos introduce en este canto. Por otro lado, porque el canto es un acto de la Iglesia, del Cuerpo de Cristo, que, sentada ante la piedra sellada del sepulcro, abre la boca para que Dios la llene de su alabanza.

Con las palabras de la oración de las Horas se marca el día. Los salmos tienen un doble misterio: se cantan sin antífona (pequeño estribillo cantado al principio y al final), ni doxología (palabra de gloria al Padre) y en una sola nota. Todos expresan este cuestionamiento, esta duda interior, y luego se vuelven hacia la esperanza.

Pero hay algo para remarcar, una y otra vez para que quede claro. Todos los cristianos de todas las denominaciones, sostienen que lo que ocurre en las celebraciones no es solo “un recordatorio”, o una mera “conmemoración” de lo que sucede en ese momento.

Para la liturgia no hay tiempo pasado, es presente continuo. No es un “memorial” de un acontecimiento histórico que ocurrió hace dos mil años. Jesús fue crucificado ayer, viernes santo y no el 14 de hace dos mil años.

Hoy los cristianos están expectantes. Mañana será otro día.

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