La decepción de Tomás Hernández Franco le llevó a mantener un bajo perfil y a concentrarse en la literatura

Tan pronto como sonaba el segundo campanazo de la mañana en la parroquia Santa Ana de Peña Tamboril, ya Tomás había desayunado y se preparaba para irse a la escuela a tan solo un minuto de su casa. La escuela de Tamboril la dirigía Amantina López cuando quedaba en la avenida del tren frente al parquecito del “Joyo de los perros”. Su casa estaba casi enfrente de donde años más tarde Dilcia Capellán abrió la segunda farmacia del pueblo. La última casa, del lado norte era la de Horacio Vásquez que fue Presidente un año antes de nacer el escritor, cuando las marañas politiqueras asesinaron al presidente Heureaux y después que los americanos se fueron con el cobro de lo que se les debía, multiplicado por 10.

Cuando el horario del tren lo permitía, Tomás lo esperaba en la estación que hoy lleva su nombre como “biblioteca”. Hacía el recorrido admirando platanales, yucales, conucos de tabaco, vacas que jugaban pelota cuando nadie las veía, hasta llegar a la Estación Marte frente a frente al cementerio. Al bajarse, recorría la calle San Sebastián hasta la Iglesia Mayor y subía por “Las Rosas” hasta el liceo Ulises Francisco Espaillat, que todo el mundo denominaba Escuela Normal. Era una época de gran pobreza que se prolongó con la muerte de Mon Cáceres.

Las otras veces, bajaba al pueblo en el caballo melaza que le regaló don Rafael, su padre. El camino más corto se tomaba por la carretera de Don Pedro que luego se convirtió en Carretera Duarte, que avanzaba hasta la salida de La Aurora, parque Los Chachases, calle Traslamar, el Tejar, y el Sol. Amarraba el penco en cualquier sabana con sombra y nadie se lo robaba. Ahí mismo lo encontraba, jaito como una tambora, para regresar por la misma ruta o por la de la Joya dei Caimito. La rigurosidad de la herencia de Hostos quedó estampada en cada aula del liceo. Las bellaquerías se reducían por temor a posar en un rincón del aula con un gorro que decía “Soy un burro” y que obligaba al resto a morirse de la risa.

Las de Tomás eran simples líneas de versos amorosos en papelitos para las hermosas compañeras de clase. El anonimato y los seudónimos le ahorraron hacer de payaso, aunque todas sabían que el único que podía escribir tan bonito era él.

Poseía una fuerza tímida, abierta a la amistad y a la pelea porque el campo le pesaba más que los cerones de tabaco del rancho del padre quien hacía de juez y quien le entusiasmó al estudio de Derecho.

Una tarde iluminada, con un cielo repleto de nubes en risos y como si hubieran sido aradas con bueyes y arador de cabeza, tomó el tren Anacaona que lo traspasó por el túnel de Altamira para dejarlo en el puerto de Puerto Plata. Un crucero lo llevaría a New York, desde donde cruzaría el Atlántico como si fuese una poza del rio Licey.

Inscrito en la Sorbona de París en el día y en la Bohemia nocturna, adquirió más conocimientos de esta sobre mundología y literatura francesa y oriental que le dieron todas las herramientas para convertirse en el escritor más culto y universal de su media isla.

Si para Hernest Hemingway París “era una fiesta”, para Tomás era un goce interminable. Toda la filosofía mundana del poeta Max Jabob que murió de “causa natural” en los campos de concentración nazis, entregado por el gobierno de Petain en Vichy a los alemanes, dominaba la juventud, los pintores, escritores y poetas, cantantes itinerantes.

El luto por Modigliani (1920) fue pasajero y eterno, las jabladurías de Diego Rivera inspiraban a los que le faltaba imaginación; los chivos de Chagall siguieron volando, y los retratos de Picasso y Braque aparecían más moderno y descuartizado que nunca. Los disparates de los dadaístas se transformaron en el surrealismo de André Breton que descubrió la fórmula del agua tibia porque hacía tiempo que Hieronymus Bosch y Pieter Brueghel (el viejo y el joven) habían creado un universo más que surrealista, fantástico maravilloso que cualquiera de ellos. Convirtieron a París en la Capital Mundial del Arte. Aznavour resumió esa época en una canción que ha sido himno y emblema de libertad: La Bohème.

Tomás conocía todos los rincones de Can-can, Le Moulin Rouge de Montmartre del otro lado del Sena, un poco más para allá Le Moulin de la Gallette, el Club de Negros donde bailaba Josephine Baker, los talleres que fiestaban a expensa de un “con” o invitado especial con un tornillo de menos y 14 flojos y que contaba sus hazañas e inventos para hacer el hazmerreir sin darse cuenta.
Tomás no se perdía una exposición y menos una “soirée” de poesía, conferencia, que nunca faltaban.

Conoció musas de todos los colores que hablaban todas las lenguas.

Les dedicó poemas a los amigos, a las rameras, a Anne-Marie Malinowska. Mientras más lejos estuvo, más cerca sentía la tierra negra que hacía brotar la gardenia más blanca; más cerca del mar y la alegría de Pancho, capitán de goleta, matador de tiburones, buzo de la noche negra, rezador de avemarías, conocedor de los vientos.

Soñó con su patria bella, con su revolución que defendió hasta la decepción de la noche de los cuchillos largos, en la frontera que lo obligó a vomitar su Yelidá.

Su tío Velazquito fue llevado a su guillotina parisina con la que dejaron sin cabeza a Louis Xlll. Su pluma sustituyó la cuchilla y decapitó a Horacio de la manera más fina e irónica que jamás se había hecho incluyendo al Simsonte del Listín y mucho más alto que Hipólito Billini y su bicicleta.

“…Nosotros, francamente, pensamos que hay que estarle agradecidos a Horacio Vásquez de haber conservado su vida. Por lo visto sólo él es capaz de darnos ese coeficiente de inquietud, de intriga, de desasosiego, de temor, de esperanza, de inestabilidad, tan necesario para el cultivo del sistema nervioso. Sin él, este fuera un país absurdamente aburrido. (…) ¿Qué hará el presidente Vásquez cuando llegue? Pues, lo primero será “desmontarse del avión. Toser ligeramente. Limpiar sus espejuelos con una parte del pañuelo. Mirar a todos los que estén allí con una mano sobre el corazón y probablemente en ese momento dirá cualquier cosa, cualquier cosa, sin importancia. Algo que no tenga que ver con nadie, como, por ejemplo:
-“Muchas gracias, señores”.

La tierra seguirá girando, el presidente subirá -o lo subirán- a un carro…”

Sus narraciones nos recuerdan las aventuras de Jack London con quien coincide hasta con la afición al boxeo.

Me contó Bolívar Capellán, un casi vecino, que de su amistad con los Bermúdez le propuso un anuncio que le surgió espontáneamente: “Sea cual sea la hora que tenga el reloj, Bermúdez toman todos, Bermúdez tomo yo”. Fue tan pegajoso y popular que el ron superó en venta a toda la competencia y consolidó el nombre de marca en el Cibao al tiempo que tumbaba el prestigio del ron Bertrand y el Barbancourt que eran los que lograban a decir babosadas y caballá más rápidamente. Por ello le ofrecieron de regalo construirle la casa de su sueño que era un modelo que vio en Cuba, con galería amplia y fresca.

Al Club Primavera, que había sido fundado en el 1919, se unió fungiendo como secretario en una ocasión y cuyo registro conservamos de las anotaciones de su puño y letra, de las pendejadas sin importancia que en él se discutían.

Haber hecho trío con Fello Vidal y Rafael César Tolentino en los inicios del 30, le dio como resultado viajar por el mundo y continuar sus locuras parisinas, ahora por muchísimos países, siempre con escala en la Luna.

La vainosidad natural y parsimoniósica de su vida se reflejó en su obra que hizo por el puro placer, sin cursilería, rimbombancias y guirnaldas pomposas, sin pose ni pretensiones y menos adulonerías a mediocres.

A Tomás Hernández le fascinaban las caricaturas y se hizo un habitué de las numerosas publicaciones de humor que venían de la era decimonónica como Le Rire, La Lune, L’Eclipse, Charivari, lo que contribuyó a fortalecer su amistad con Yoryi el caricaturista y a conseguirle un contrato de retratos al óleo del Presidente para importantes instituciones, escuelas públicas y locales del Partido Dominicano que no se salvaron de las llamas cuando la ira de las turbas irrumpieron por todos lados a partir de aquel 30 de mayo histórico.

“…Hay una especie feliz de hombres desgraciados, que no tienen caricatura. Los moldeó la vida en una hora bochornosa de sopor. Parece que nacieron todos en la hora digestiva de la siesta y en la aventura de los días se vieron obligados a ser clientes de fotógrafos amables, en los dramas estupendos de esos retratos con la mano derecha sobre la solapa de la americana y la izquierda apoyada, con los dedos tiesos, sobre la irremediable mesita de mimbre o el zócalo imposible de yeso…”

En 1932, durante una exposición de Yoryi en la capital:

“…Yoryi ha resuelto el problema del trópico nuestro que era calumniado como impintable con todo lo que ese trópico nuestro tiene de luminoso y de amplio, trópico que a veces puede ser brutal y reverberante, pero que está más alto que las academias…”

El 30 de enero de 1923 escribió sobre el poeta francés René Ghil y fue publicado en La Información el 2 de febrero:

“…Ghil es un hombre fuerte. Con una cara llena de vida, de color indio, con unos cabellos muy negros y muy recios. Es simpático. Si no fuera por su corbata enorme nadie lo tomara por un poeta…”

En 1925, sobre Jaime Colson:
“…Grandes pueblos y felices gobiernos los que aman, y protegen sus artistas…”

En 1929, en uno de sus más interesantes artículos publicado el 11 de octubre en La Información, “La Muerte de Europa”, se posiciona y se aleja de España, es quizás su artículo más ideológico:

“…Hoy, Europa agoniza. Agonizan sus sistemas que es lo mismo que agonizar ella misma: agoniza su cultura, agoniza su política (…) en España la soldadesca dicta constituciones (…) frente a esa derrota del occidentalismo, el triunfo de Oriente aparece claro. Civilizaciones intelectuales, espirituales, han de decir la última palabra frente al materialismo europeo (…) tampoco el Catolicismo podrá salvar el carcomido Occidente. El Catolicismo es una utopía desacreditada ya (…) ¿Política? No hay que dudarlo. Al contrario, nos alegramos. Este impulso maravilloso, este avatar, quizás obedece al gesto de Rusia. Los espíritus libres, los que todavía soñamos con algo mejor y con el reino de la igualdad sobre la tierra, debemos gritar el aleluya ateo ante la muerte del egoísmo secular de Occidente…”

Tomás Hernández Franco se olvidó de “La más Bella Revolución de América” cuando entendió que justamente el egoísmo era la columna vertebral del régimen de Trujillo. Su decepción le llevó a mantener un bajo perfil y a concentrarse en la literatura, por suerte. Una feria del libro espera su nombre.

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