Madrid me trajo un recuerdo. No cualquiera, uno de esos que se enroscan a la conciencia como lianas secas en el alma, uno que no pedí, pero que se impuso con la brutalidad serena de la memoria cuando decide hablar. Venía a la Feria Internacional del Libro, invitado entre miles de escritores, editores, charlatanes ilustrados y mercaderes de sueños encuadernados. Pero al pisar Barajas, ese día, me golpeó una cifra: veinticinco años habían pasado desde que visité, por primera vez, el cementerio de El Pardo, en las afueras de esta ciudad, donde está enterrado Rafael Leónidas Trujillo.

A Trujillo no lo conocí. Por suerte. Pero lo he respirado como se respira el polvo de los sótanos familiares donde guardamos las vergüenzas del apellido. Su dictadura se desliza por la historia dominicana como un puñal bajo la camisa: se sabe que está ahí, pero se aprende a convivir con él. Y, sin embargo, ese día, hace un cuarto de siglo, yo no iba a buscar nada más que un café.

Me alojaba en un NH frente al Paseo del Prado. Bajé a desayunar. El camarero, un hombre ya mayor, bigote blanco y voz ronca, me dijo al pasar —como quien comenta el clima— que Trujillo estaba enterrado en España. Lo miré con incredulidad. Siempre había creído que su tumba estaba en el Père-Lachaise, en París, junto a Wilde, Molière, Proust. No. El viejo tenía razón. Esa mañana me monté en un taxi y me dirigí al cementerio de El Pardo.

Ahí estaba. Una lápida de mármol negro, con vetas que parecían turquesas y destellos de nácar. Fría. Inmensa. Inmortal. Como quería ser él. Me impactó esa tumba más que muchas páginas de historia. Había algo teatral, casi obsceno, en ese monumento funerario. Y fue ahí, frente a la piedra, que supe que escribiría El Plan Trujillo.

No para contar los hechos —que ya se sabían, que se repetían como letanías en las aulas y en los informes de derechos humanos—, sino para reconstruir esa atmósfera enrarecida, el olor del miedo, la lógica torcida de una dictadura que convirtió a un país en un espejo roto donde nadie podía verse sin vergüenza. Me interesaban más los personajes que los hechos, más las sombras que los titulares. ¿Qué vínculo real existía entre Trujillo y Joaquín Balaguer? ¿Qué fue de Johnny Abbes, el jefe de inteligencia, el cerebro enfermo de la maquinaria represiva? ¿Dónde terminaba la historia y comenzaba la ficción?

Así nació la novela. Como un rumor. Como una obsesión. Los personajes comenzaron a tener cuerpo, voz, traumas. Abbes se me fue agrandando tanto que en un momento temí que desplazara a Trujillo, y tuve que amputar capítulos enteros para mantener el equilibrio narrativo. Esos capítulos los guardé. Quizá un día se conviertan en otro libro.

Pero escribirla no fue fácil. Eran los años noventa. El internet era un rumor técnico, las computadoras un lujo y el acto de escribir era aún un ejercicio físico de disciplina y paciencia. Redactaba en libretas, corregía a mano, y luego pasaba todo en una computadora de escritorio que se apagaba con los apagones y se recalentaba como un horno. Me tomó años. Lo que hoy se escribe en cafés con Wi-Fi y correctores automáticos, entonces se escribía con hambre, con insomnio y con fe.

Cuando por fin se publicó, hace veintiún años, fue la editorial Norma —la misma que publicaba a García Márquez, H.G. Wells, Wilde, Swift— la que apostó por el manuscrito. Sentí que el libro no solo era un proyecto cumplido, sino también un acto de justicia. En un país donde la historia oficial suele escribirse en voz baja o no escribirse del todo, El Plan Trujillo fue mi intento de contar lo que nos negamos a mirar de frente.

Ahora, veinticinco años después de aquella visita al cementerio, vuelvo a Madrid, y todo se me mezcla: el pasado, la escritura, la vejez que me respira en la nuca. No sé si uno escribe para entender o para olvidar. Lo que sí sé es que escribir no ha sido nunca, para mí, un trabajo. Ha sido un oficio contra la soledad. Un modo de seguir hablando con los muertos y con los vivos. Una forma de no ceder del todo al silencio.

Mucho ha cambiado. Los libros ahora se escriben muy rápidos, se venden en línea, se reseñan en hilos de Twitter. Pero yo sigo creyendo que un libro es como un hijo parido con dolor. Que una novela nace de una indagación no solo en los hechos, sino en uno mismo. Que los escritores de mi generación llevamos el oficio como una cicatriz que no se ve pero que duele cuando cambia el clima y que su identidad en la escritura esta en el ADN, de los libros ya escritos.

El Plan Trujillo me enseñó más de lo que yo creía saber sobre la historia, sobre la mentira, sobre el poder. Me mostró que los dictadores no solo gobiernan con fusiles, sino con símbolos, con miedos, con silencios prolongados. Y me enseñó, también, que la literatura es el único tribunal donde los verdugos y las víctimas pueden hablar sin censura, sin micrófonos, sin aplausos. Solo con palabras.

Hoy, frente a esta feria del libro donde tantos hablan, pero pocos escuchan, pienso en ese joven que hace veinticinco años se subió a un taxi movido por la curiosidad de un camarero. Y me alegro de haberlo seguido. Porque a veces una novela nace de un dato suelto, de una tumba equivocada, de un desayuno que se convirtió en epifanía.

Han pasado cuarenta años desde mis primeros escritos. Cuarenta años de palabras, de tachones, de dudas. No he dejado de escribir. Porque no sé hacer otra cosa. Porque cuando uno ha conocido el vértigo de inventar un mundo, de habitarlo, de destruirlo y volver a construirlo, ya no puede vivir del todo en este mundo real, donde todo pasa y nada se entiende.

Celebro estos veintiún años de la publicación de El Plan Trujillo no como un aniversario, sino como una confirmación. La confirmación de que escribir es también una forma de vivir. O de resistirse a morir.

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