Ocurrió un 12 de octubre de un año del calendario de Bristol

No se sabe por qué extraña fuerza o razón del Universo, los planetas se pararon un día y empezaron a girar en sentido contrario. De manera que el Sol, en vez de salir por el este, salía por el oeste.

Todo esto ocurrió, coincidencialmente, un 12 de octubre de un año del calendario de Bristol, una mañana nublada, en el mismo momento que sonaba el pito de los bomberos. Como cada día.

Yoryi Morel, pintor de Santiago de los Treinta Caballeros, descendiente casi directo de Galileo pasando por Monet, por parte de su madre; se despertó ese día a las siete y media.

El Palo Viejo ya había terminado su ruta. Mejor mejora Mejoral. Cuando se levantó e intentó caminar, se cayó en la cama. El padre de la iglesia Altagracia decía en ese mismo momento Bonum vinum laetificat cor hominis (El buen vino alegra la vida de los hombres).

Yoryi se paró de nuevo y trató de caminar cayéndose por segunda vez. Homo sum : humani nil a me alienum puto (Hombre soy; nada humano me es ajeno) dijo el cura a dos cuadras de su casa que estaba en la calle Sánchez. Ahí se oía el sonido de la lluvia que provenía de las Underwoods y Royals de la Academia Santiago del profesor Antonio Cuello. El pintor sin entender nada de lo que ocurría se quedó sentado en la cama meditando. Felix qui potuit rerum cognoscere causas (feliz el que ha podido conocer las causas de las cosas.) se oía ahora en el altar y en el resto de la iglesia, nadie entendía ni jota.

Yoryi se paró de nuevo; pero ahora se quedó inmóvil frente a la cama. Al querer caminar, notó que las piernas hacían lo contrario, como si se dirigiese hacia atrás. Dio un paso, dos… cuatro y así descubrió que ahora caminaba en sentido inverso. Caminó como pudo para llegar al baño, a la cocina, sentarse en la mesa, etc.

Su reflexión multicolor no lo ayudaba para entender el fenómeno, no lograba explicarse lo que sucedía. Un poco incómodo se dijo: “¡Ei pipo!, ¿¡Cuándo en mi vida del coño he caminao pa’trá?!” Llegó hasta el anafe para servirse un café. “¡Que vaina, ni que hubiera cenao cangrejo!”, maldijo.

Se paró de nuevo y reculando y tropezando con las mecedoras de la sala alcanzó la ventana de la calle. Para su regocijo, a medias, más bien consuelo; vio que la gente de la acera de enfrente caminaba como él, que los carros del concho no bajaban la calle del Sol, subían de reversa hacia el Monumento. Entonces se animó al ver que no haría el ridículo con tan distinguido andar.

Se puso su boina, se untó mentolato Vick con cebo de ovejo en el cuello para prevenir una segura tortícolis. Una fuerte brisa desde el Yaque con olor a tabaco subía la 16 de Agosto, que muchos todavía llamaban calle Las Rosas, y entonces Yoryi apretó los cuadros bajo su brazo y bajó hasta el Correo recién construido por Fidel Sevillanos, un arquitecto puertorriqueño.

En la San Luis (o 17 de Julio), los carros en vez de dirigirse hacia la Fortaleza reculaban hacia el Norte igual que los burros con las marchantas que voceaban: “Naranja, aguacateeeeeee, yuca fresca, mango colones”; y otro: “¡Semilla e cajuile, sssssssemiiiiilla… de geeenteeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeee!”, gritaba Marcelino Gil Cruzeta, un panadero con voz de Caruso, quien se desplazaba desde el barrio de los Pepines, pasaba por Pueblo Nuevo con una maleta mamey, acomodada con un babonuco en la cabeza, con los mejores panes que jamás se hayan hecho en el Universo galileánico. De Gente, era el retrato vivo del cocinero negro que aparece en los Tres Chiflados de la era de Curly Howard; pero a Yoryi no le llamó la atención y prosiguió su camino. Pasó por delante de la casa de la familia Perelló, caracterizada por su círculo en la galería, herencia de la arquitectura trujillista. Bajó la Beller hasta la 30 de Marzo esquina Restauración, frente a Juan, un paralítico vendedor de periódicos en su paletera.

Entró en la tienda y dejó los cuadros. No se había vendido ninguno de los que hacía cinco meses había traído. En cambio, un pintor, callado, frágil y nocturno llamado Luis Caimares, a un tercio del precio del maestro, lo había vendido todo. A la gente no le importaba la firma, buscaba framboyanes y marchantas sobre burros, marchantas con canasta rebosadas de flores o frutas, negritas con argollas de piratas, peleas de gallo, borrachos, viejos fumando pipa, pericos ripiao, y quizás un bodegón. Los ricos son muy amigos de los pobres cuando éstos son folklóricos y estáticos en las pinturas. Todavía los “marchant d’art” no se habían instalado a explotar a los pintores y ponerle el precio que a ellos se les antojara.

Yoryi se dirigía al parque Duarte, pasó por el Hotel Mercedes en la bragueta de la calle el Pantalón y por el cine Colón. Se sentó en un banco frente a los bomberos y desde la retreta volaban danzones que evidentemente eran tocados de atrás pa’lante; dándole a la música un toque sumamente exótico. Sacó su libreta e hizo varios bocetos de Secundino Rodríguez, “el Colorao”, de memoria. Él, que era violinista y que había tocado en esa banda, la encontró desabría y desafinada; se ajustó los lentes de Allende, y se fue. “¡Ya Santiago no es igual!”, murmuró. Amantes de la Luz, detrás de la Catedral, con sus libros matusalénicos y sus papiros, estaba cerrada.

En la talabartería detrás del mercado, entre olores de repollos, mierda de gallina, chivo cojú y tomates podridos, se oía la transmisión de la pelota: Chichí Olivo por las Estrellas se enfrentaba a Octavio Acosta por las Águilas en el Estadio Cibao. Gabino paga ese, ¡pásssalo!; él no le puso asunto y continuó rumbo a La Normal. Se montó como pudo en un coche. El cochero, ocupado en alejar unos niños que querían subirse, lanzaba el fuete hasta despegarlos. ¡Levántale el rabo al caballo y dime la hora!

Abrió La Información y quiso reconocer al profesor Izquierdo en una fotografía; pero el embarre de la tinta dejado por las huellas del plomo no permitían distinguirlo. Sólo el pie daba luz al misterio. ¿Nacimiento del arte abstracto?

Yoryi se olvidó de la era de Trujillo, de la Guerra de Abril recién pasada, del bullicio electoral naciente para sentar a Balaguer y se concentró en sus pinturas sin la presión de las ventas debido al salario que obtenía como profesor de Bellas Artes, ahora en el antiguo hospital infantil en la zona de la Clínica Almánzar.

El Diego de Ocampo no le quitaba el ojo de encima, su presencia se introducía en sus paisajes de barrios con charcos en sus calles de lodo, en sus lechones carnavalescos, en sus palos encebaos, en sus procesiones y rosarios, en sus paisajes campestres. Hizo un boceto de autorretrato que terminaría 12 años más tarde y se dio cuenta que no se parecía al que había hecho mucho antes, lleno de juventud, con la corbata suelta y la mirada decidida a no dejar nunca el pincel. Quería hacer el retrato al óleo; pero los bocetos resultaban siempre con la cabeza hacia abajo, al revés.

Recordó al León, don Juan Bautista Gómez, quien había sido su profesor en el Liceo de La Normal y que vivía en la Unión con Rosa (Cuba con 16 de Agosto); y quien le había enseñado bastante antes de preferir consultar las viejas revistas españolas llenas de pinturas de Joaquín Sorolla.

Entró en un colmado pepinero y pidió de espalda una chata de Palo Viejo. Adentro estaba Héctor Pablo Leyva cantando descalzo para que el pulpero le diera un trago de ron. Yoryi le regaló una Bermudita, que era su preferida. Ya en el taller, llenó el vaso y empezó a pintar.

El cuadro resplandecía, quizás por sus pinceladas en el ron en vez de la trementina, o por la trementina bebida confundida con el ron. “Toc, toc, toc,… levántate temprano y vete a trabajar” decía Buchín y Pailita por Radio Cibao paralelamente con el canto de un gallo que el imitaba.

Cristo había subido los 365 peldaños del Monumento, Eiffel santiaguesa, para cuidar que todo siguiera en el mismo sitio y percatarse que todos jugaran pelota con Bojo, incluyendo los Boy Scout de Baldivieso.
El realismo se impuso, no sólo en los cuadros de Yoryi, sino en toda la ciudad donde volvieron las marchantas a gritar sus plegarias al cielo. Los cojos, ciegos y tuertos desamparados, a pedir en las iglesias en cada misa; y los ricos, los mismos que cuelgan los cuadros de Yoryi al revés, a dar sus limosnas para poder ir al cielo, libres de culpa; Busuco y Gela merodeaban la Plaza Valerio vigilando el cine Víctor; la UCAMAIMA de Agripino casi cumplía dos lustros de ciencia y catecismo ligados y obligaos; Apeco petrificaba sus modelos para un 2×2 de cédula; las aguas del Yaque, como serpiente, acariciaban por el Oeste desde Nibaje; Ramón de Luna y Minucha nos contaban las tragedias cotidianas en La Situación Mundial, debatida un poquito más tarde en la corte del Tremendo Juez; Bullo no paraba la bulla; Kid Meneito entrenándose al final de las Mirabal; Papatón, viejo alquimista de mabises multisabores en plena faena e incansable, tanto como Milito y sus chicharrones.

A la una, sin mancar, la plegaria del palito de coco y de los dulces Veganito; Rodriguito seguía “su agitado curso” contando los Austin y los muertos de la 30 de Marzo no dejaron de recibir sus flores, sus piñas; y el pintor, devuelto a su Ciudad Corazón, caminaba derecho hacia lo eterno.

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