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De ese primer vínculo, van a depender las condiciones básicas de confianza de los hijos con el mundo que les rodea

Para la psicóloga clínica Irene García pensar en la maternidad a estas alturas, conduce a la imagen de las mamás ucranianas moviéndose con sus hijos a través de bombardeos y escombros, con gesto de mucha determinación y un poco de miedo a cualquier cosa que pudiese distraer su único objetivo que es llevar a la cría a destino seguro, o al menos alejarla del infierno.

“Esta capacidad de abstraerse de un entorno amenazante para convertir la relación con el hijo en un bunker donde, hasta donde sea posible, se logre neutralizar su ansiedad, define la condición fundamental de la buena maternidad, que es la continencia o capacidad de contener al otro”, explica la psicóloga.
En psicología, la palabra continencia se refiere a la capacidad en una relación de recibir, dentro de ella, el malestar psíquico de uno o más de sus miembros y que ese contenido pueda ser procesado sin daño para los mismos.

García manifiesta que esta continencia a la que hace referencia, se experimenta en la adultez, cuando nos reunimos con personas que nos hacen sentir escuchados y aceptados, por lo que este tipo de relaciones genera aumento de la confianza y seguridad. Pero durante la infancia y adolescencia, las mismas tienen un impacto de mucha mayor significación en los procesos de maduración psicosocial.


El primer vínculo

García, quien tiene su consulta en el Centro Vida y Familia, recalca que el primer y más importante vínculo de continencia es aquél en el que participamos después nacer, en la relación con nuestra madre. De la misma van a depender las condiciones básicas de confianza sobre las que cada individuo establecerá sus relaciones consigo mismo y con el mundo que le rodea.

“¿Qué es lo que hace tan especial y único ese vínculo en ese momento de la vida? Al finalizar la gestación, el feto en su tránsito a neonato se ve expuesto a un conjunto de significativas circunstancias adversas, comprendidas dentro de lo que ha sido llamado “el trauma del nacimiento”, que interrumpe la estabilidad y el bienestar paradisíacos que caracterizan a la vida intrauterina”.

Agrega que los sufrimientos engendrados por el trauma del nacimiento son de tal intensidad, que la adaptación del recién nacido parece imponer un esfuerzo particular del entorno exterior y es así como durante los primeros cuarenta días de la vida del niño, que son los más difíciles de su existencia, se establece una relación muy exclusiva con la madre; de entrega mutua extrema en la que se da esa continencia inicial que acude fundamentalmente al auxilio del recién nacido.

“A través de la alimentación, de las caricias, del arrullo y de la estabilidad y permanencia del contacto directo con su mamá, la ansiedad del neonato disminuirá y él estará en mejores condiciones de incorporar otros participantes del entorno familiar en sus incipientes interacciones”.

La relación madre-hijo inicial ha sido a lo largo del tiempo una fuente experiencial que ha facilitado a su compañero un aprendizaje de paternidad “maternalizado”, en el sentido de la empatía y otros componentes de la afectividad continente.

En este sentido, avanzan las consideraciones que hoy en día se producen en relación con la formación de un hombre capaz de coexistir equitativa y armónicamente con una mujer que ha cambiado mucho a partir de su empoderamiento progresivo. “En otras palabras, la concepción de un mundo mejor para todos empezaría hoy por cultivar relaciones de mayor continencia, y esto implica una identificación global con ideales “maternalizados” en el sentido del amor y el cuidado a su gente… porque como nos enseñan hoy las madres ucranianas, mientras sigan privando los ideales de poder y los instrumentos de la guerra seguirán siendo las mujeres solas quienes corran, despreciando el peligro, a buscar destino seguro para sus crías…”, concluye la terapeuta.


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