El presidente Luis Abinader tiene, según confiesan colaboradores cercanos, un tren de trabajo diario que nunca es menor de 16 horas, por lo que no es fácil, alegan, “caerle atrás’’.
Y no es solo el horario y las actividades, nos dicen; es intenso, incesante.

Pero vista ya su rutina por poco más de 10 meses, al menos el personal radicado en el Palacio Nacional se ha ido aclimatando a esta primera etapa en la que el presidente está estableciendo su estilo de gobernar para los próximos años.

Aunque no necesariamente al final seguirá siendo así porque las cosas, y aquí vale una expresión de uso común, no son como comienzan sino como terminan.

Sobran los ejemplos de inquilinos de la Casa de Gobierno que a su paso por el poder cambiaron, aunque es bastante temprano para creer que con Abinader pudiera suceder así.

Pero, a propósito del tema, detengámonos un rato en lo que dijo nuestro mandatario a la periodista Esperanza Ceballos, de Univisión, de que en el Palacio Nacional no se toma ni vino ni alcohol.

Se proclamó convencido de que el dinero del Gobierno no es para gastarlo en el alcohol y en vino, rubros que al parecer serán non gratos.

Sería ese, entonces, un sello con el que se recordaría esta gestión, como aconteció con la de Juan Bosch en la que con cierto dejo de machepismo se anunció que a los visitantes se les brindaría mabí en vez de champán.

Hay muchos recuerdos de “humildad’’ presidencial desde el litoral político del que proviene el gobernante, tal el caso de Antonio Guzmán y el estilo campechano con el que renegó de algunos ritos del poder; también Hipólito Mejía, el más irreverente de todos, y Jorge Blanco, que al comienzo hasta la luz roja de los semáforos respetaba.

Ponderarlos a todos ellos no es el cometido de ahora, porque en donde queremos quedarnos es en Abinader y en el vino y el ron, una expresión suya que quizá no fue meditada en toda su dimensión.

Un producto como el ron, y ni qué decir el cigarro, no podemos a ese nivel denostarlos como vicios.

Al margen del aporte de esas industrias al presupuesto de la Nación y de su timbre de orgullo entre nuestras exportaciones, brindárselos a cualquier visitante, y más si proviene del extranjero, sería un gesto apreciable y muy nuestro.

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