Es imposible desentenderse de nuestro vecino más cercano, Haití, y no solo por la normal solidaridad con su pueblo ante la realidad que es un drama permanente, sino porque todo por lo que ocurre allá, de una u otra manera, repercute de este lado de la isla. A veces, con pérdidas de vidas dominicanas.
Ahora que llega la noticia del secuestro de dos técnicos dominicanos que participaban en una filmación cinematográfica en territorio haitiano, es inevitable pensar en la muerte de Carlos Grullón, el camarógrafo caído en noviembre 1987, mientras cubría incidencias durante disputas electorales tras la salida de Jean Claude Duvalier del poder.

Lo anterior está remitido a la inseguridad imperante en Haití, que ha devenido en una normalidad extremadamente peligrosa, sufrida cada día por ese pueblo y de la cual no escapan quienes lo visitan.

Ahora esa inseguridad se acrecienta en medio de la inestabilidad por la lucha de poder entre la oposición y el sector gobernante bajo el mando del presidente Jovenel Moise.

No resulta extraño en esta situación que bandas criminales hayan secuestrado a dos dominicanos y a un haitiano que los acompañaba.

Estamos ante un hecho que no debe pasar desapercibido, porque nos toca de manera directa.

Los secuestradores, según las primaras informaciones, piden una alta suma de dinero, al margen de los costosos equipos capturados.

Una diligencia inteligente podría posibilitar la preservación de sus vidas.

Ya antes, otros dominicanos han sido víctimas de secuestros, muertes o heridas.

El caso de un chofer secuestrado que permaneció un largo período en cautiverio sugiere que si se realiza una gestión adecuada, se puede lograr la liberación de los cautivos.

El gobierno dominicano debe hacer las diligencias para que las autoridades haitianas manejen seriamente la situación.

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