Monseñor Francisco José Arnaiz (EPD), sacerdote jesuita, escribía con sobrada razón en su libro “La madurez de los pueblos exige tiempo”, acerca del olímpico desprecio del dominicano al reloj, lo cual comienza con su deplorable costumbre de elastizar el tiempo y no ser preciso.
Ese margen para la impuntualidad se inicia, nos dice Arnaiz, con expresiones que esconden su muy baja estima del horario, tales como: “Nos vemos mañana por la mañana”; “Nos juntamos a mediodía”; “Hablamos a prima noche”; “Me aparezco por allí cuando salga del cine”; “Lo arreglamos en el curso de la tarde”; “Me esperas hasta que llegue”, y otras de ese mismo tenor.

Todas, en opinión del sacerdote, denotan una alarmante renuencia al compromiso y cómo se ha hecho norma general entre nosotros no solo malgastar el tiempo, sino invertirlo en cuestiones improductivas, infructuosas.

Esa antológica ‘’malversación” del tiempo y la tendencia a la impuntualidad se manifiesta en una variedad de excusas con las que se justifica una tardanza, ya sea en el trabajo, a cualquier tipo de cita informal, incluso a encuentros formales acordados con anticipación.

La más manida de las disculpas, en la que nadie cree por cierto, suele ser “el tapón”, un fenómeno que caracteriza al tránsito –sobre todo en la capital- desde el principio del día hasta bien entrada la noche.

“El tapón”, que es una larga caravana de vehículos que se forma a todas horas en las principales avenidas y calles de la ciudad, sirve tanto al peatón que se transporta en guaguas o en carros del concho, como al que se desplaza en su propio vehículo.

Otras veces, se ignora completamente el reloj, y es común que una persona llegue a los treinta minutos de comenzada una reunión de trabajo y ocupe su lugar como si nada.

El gran problema detrás de esta práctica es en realidad el desprecio por el tiempo de los otros, una desconsideración que para otras culturas puede resultar grave, pero para el dominicano es una característica casi folclórica, que forma parte de su idiosincrasia.

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