Como las competencias de maratón de las olimpiadas son las últimas, se estila que la premiación sea parte de la ceremonia de clausura, por lo que alcanzan mayor difusión y visibilidad y entonces cada detalle resalta.
Es la razón por la que llamó la atención que las medallas de plata y de bronce en la versión masculina de los 10,000 metros fueron ganadas por Países Bajos y Bélgica, respectivamente, pero los dos atletas eran emigrantes somalíes que esos países acogieron como refugiados.
El mismo caso de la prueba de fondo versión femenina, premiada también en la clausura por lo que “todo el mundo’’ lo pudo mirar, cuya presea fue adjudicada a Países Bajos pero la ganadora es de Etiopía.
¿Cuántos de los más de 11,700 atletas de 204 naciones que compitieron en Tokio eran emigrantes o refugiados y no representaron a su país de origen?
No sabemos del dato, pero lo interesante es que en Tokio 2020 el telón de fondo de estos juegos expone el tema de los emigrantes y los refugiados.
Hasta se incluyó por segunda ocasión consecutiva en los juegos al Equipo Olímpico de Atletas Refugiados, con la presencia de 29 competidores, casi el triple que en Río 2016.
Este equipo de refugiados reúne a deportistas que huyeron de sus países de origen por razones diversas y es una representación casi simbólica que desfila con la bandera blanca con los cinco anillos olímpicos, acaso para develar el drama de personas que, según el Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados, superan los 26 millones, más de la mitad menores de 18 años.
Muy bueno que en los juegos olímpicos se destacara la situación del refugiado, el que en la mayoría de los casos padece el estigma y la discriminación que sufre el solicitante de asilo en un país diferente al suyo.
Quizá haya sido necesario, en un mundo cada vez más interconectado, que las penurias y la represión que obligan a las personas a abandonar su tierra sean retratadas, para que aprendamos a globalizar la solidaridad.
