El asesinato del presidente Jovenel Moïse, hecho que ha causado estupor mundial, se produce en medio de una fuerte crisis política y cuando faltan menos de tres meses para las elecciones presidenciales y legislativas convocadas para finales de septiembre.
De forma paralela, Haití atraviesa una profunda crisis en su economía y otra de seguridad, que se ha agravado por luchas territoriales entre bandas armadas que se lucran de la miseria de una población indefensa mediante las más variadas formas del delito, casi siempre con el contubernio de las autoridades.

Es una “pesadilla indescriptible”, como lo calificaron en un comunicado conjunto hace varios meses las iglesias Episcopal, Protestante y Católica.

La situación actual en Haití, país que parece tierra de nadie y que visto desde fuera semeja una suerte de sálvese quien pueda, debe llevarnos a apretar el botón de alarma.

Y a nuestras autoridades a poner en tensión todos los recursos disponibles para garantizar la seguridad nacional.

No podemos despegar la vista de allí, porque la crisis política-económica-social se ahonda y se ha creado un peligroso vacío de poder.

Es una coyuntura tan peligrosa y compleja que no se puede descartar nada.

Pero si algo positivo puede sacarse de la tragedia, es que se presta para que de una vez y para siempre la comunidad internacional, liderada en este caso por los gobiernos de Estados Unidos, Francia y Canadá, se involucre en la solución de la problemática haitiana y se logre una salida de largo alcance que no se detenga en lo intermedio ni en lo transaccional.

Haití requiere de una intervención cuidadosa, firme y estratégica con una visión de futuro enfocada más en su gente que en los diferentes sectores de poder.

Vaya nuestra solidaridad con los hermanos haitianos, la que ha sido proverbial en toda circunstancia, y más en esta hora aciaga en que se ha llegado al extremo del magnicidio.

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