En la sociedad contestataria de hoy llegamos a excesos incomprensibles, tanto, que ante cualquier actuación de una instancia de poder, deviene una respuesta desproporcionada. Inquieta que ese proceder no sea ajeno a entes con responsabilidades en la administración de roles decisivos en la Nación.

Es como si todos entendieran que vivimos en un nuevo estado de derechos, que concede prerrogativas especiales, y que quienes se sienten en esa condición quedan protegidos bajo ese fuero singular. Es el mismo borde de la sinrazón.

A los jueces de las cortes y los tribunales no hay que recordarles que el Consejo del Poder Judicial es un mandato de la Constitución y que entre sus funciones está “el control disciplinario sobre jueces, funcionarios y empleados… con excepción de los integrantes de la Suprema Corte de Justicia”. Lo que también está reafirmado en los principios, considerandos y dispositivos de la ley 28-11 que regula su actuación.

La presidencia del Consejo es la salvaguarda ejecutiva de la disciplina y el desempeño en el Poder Judicial, y aunque sus actos deben ser cónsonos con las previsiones del debido proceso, tiene el deber de evitar que el escaso crédito del estamento judicial no se vaya a pique. En consecuencia, una suspensión transitoria en nada disminuye los derechos de ningún juez, en medio de una investigación de un caso gravísimo que empaña la administración judicial.

Es exagerado el ánimo levantisco frente a la autoridad legítima que adopta una previsión ante una situación delicada. Una respuesta desafiante, una solidaridad equívoca en nada ayuda a la imagen de la justicia, que no debe continuar siendo vista como una cofradía protectora de sus miembros más allá de lo razonable.

No es que se desconozcan los derechos de los ciudadanos, y menos de los señores jueces. ¡Cómo puede ser! Es que se preserve el Poder Judicial de sus propias amenazas.

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