Día a día, encontramos docenas de publicaciones temáticas hablando del debido proceso, de su importancia como conquista y de la manera en que irradia todo el ordenamiento jurídico del Estado; Nuestro comentario no es una crítica a ese tipo de publicaciones pues estas son excelentes aportes a la comunidad jurídica, sino al hecho de que contribuyen a la desconexión del ciudadano “común” con el debido proceso y su relevancia en un Estado Social y Democrático de Derecho.
En palabras llanas, el debido proceso no es más que la denominación del conjunto de garantías procesales que protegen al justiciable, al administrado y a todo aquel que es sometido a un proceso, lo cual incluye el derecho “al” proceso o derecho al amparo judicial o tutela judicial efectiva y el derecho “en” el proceso, que está conformado por las garantías que protegen al justiciable desde el inicio hasta la conclusión del proceso.

Esas garantías procesales se encuentran consagradas, de forma “mínima”, en el tan mencionado artículo 69 de la Constitución dominicana. Al margen de que el debido proceso es exigible no sólo en los procesos judiciales, sino en todas las esferas, en esta ocasión nos centraremos en la materia donde el debido proceso tiene un impacto más fuerte, aquella materia donde se desarrolla plenamente el ius puniendi (derecho a penar o sancionar) del Estado, hablamos del derecho penal.

En la psiquis ciudadana el conjunto de garantías mínimas y esenciales que conforman el debido proceso es una de las razones principales para que los “delincuentes” salgan victoriosos en los procesos penales, de allí que se repita constantemente que el Código Procesal Penal favorece a los infractores, por ser un código garantista.
De igual forma, el ciudadano percibe el debido proceso como una excusa para favorecer, a través de tecnicismos jurídicos, a los “delincuentes”, siempre con el ojo puesto sobre individuos que presuntamente han afectado nuestros intereses personales o de algún familiar (homicidios, robos, etc.), intereses especialmente sensibles de cara a la sociedad (aquellos casos que generan una conmoción social particular) o las arcas del Estado (corrupción).

Siempre que se plantee de esta forma el debido proceso saldrá perdiendo, pues chocará con una predisposición ciudadana que, difícilmente, pueda ser superada. Es por ello que el debido proceso para ser comprendido y aceptado necesita ser visto en clave ciudadana y, más que nada, en clave personal.

En clave ciudadana implica que entendamos que cuando nos referimos a debido proceso, hablamos del derecho a que nuestro caso sea dirimido en justicia, el derecho a que se nos escuche, poder dar nuestra versión de los hechos, el derecho a ser tratados como inocentes hasta tanto se demuestre lo contrario de forma definitiva, el derecho a ser asistidos por un abogado, el derecho a un juicio, el derecho a que no se nos juzgue dos veces por lo mismo, el derecho a ser juzgado conforme a la ley, el derecho a que las pruebas sean aportadas de conformidad con la ley, el derecho a que nuestra suerte sea decidida mediante una resolución debidamente motivada, el derecho a que esa resolución sea revisada, etc.

Todos estos derechos no nos parecerán tan técnicos e innecesarios si los vemos en clave personal, si nosotros “presuntos inocentes” acusados de cualquier hecho delictivo, vemos en ellos la garantía de que no se nos castigara injustamente. Si somos nosotros mismos o algún familiar el que se encuentra sentado en el banquillo de los acusados, la letra del artículo 69 de la Constitución cobrará vida y sentido. A fin de cuentas, el debido proceso tiene en la búsqueda de la justicia material su principal fundamento.

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