Del primero al noveno mandamiento se exhorta a que se ame al prójimo, a Dios sobre todas las cosas y a santificar las fiestas. Luego de honrar a los padres y no cometer actos impuros o mentir, está el décimo que prohíbe codiciar bienes ajenos. En términos modernos sería el que prescribe no envidiar lo que tienen otros que, no por ser el último, es el menos común; al contrario, es el que con más frecuencia se transgrede.

Evidentemente, si bien es posible permanecer alejado de los que mandan a no matar ni robar, la tentación de apetecer aquello que ha alcanzado un tercero es difícil de resistir. Porque es que siempre habrá quien goce de múltiples haberes materiales y espirituales de los que los demás carecen y a veces, es mejor aspirar a tenerlos desde la acera del frente, que decidirse a tomar esa ruta pedregosa que condujo al éxito de quien lo ha obtenido y se mantiene firme sobre él.

Ese deseo de ocupar el puesto de aquel que ha luchado por lograrlo es más fuerte que el empeño de aplicar su esfuerzo para emularlo. Es más fácil suspirar de añoranza para apropiarse de lo que no nos pertenece que identificar qué se hizo para llegar a ese nivel y también tenerlo.

No existe triunfo sin una cadena de sacrificios que lo sostenga, no hay meta sin una previa carrera de obstáculos, a trote y a salto. A una fortuna se llega después de sufrir muchas miserias, un buen nombre se alcanza con el tiempo dando pasos firmes para proyectarlo y después, protegerlo para poder mantenerlo; un título académico, tras largas horas de estudio y desvelos y una buena relación (familiar, amistosa, laboral o de pareja), que cede y tolera.

Nada es fortuito y la avaricia que constituye ese afán desmedido de poseer y adquirir riquezas ajenas y atesorarlas como propias está ahora más presente que cuando Moisés presentó las tablas a un pueblo incrédulo y pecador. La codicia impera con mayor vigor y vigencia que hace siglos, con un furor superior que antaño para que quien la abrace se crea merecedor de lo que el otro ha conseguido, a sangre y a fuego.

Santo Tomás de Aquino decía que codiciar es negarse a las cosas eternas para preferir las mundanas y aferrarse de manera extrema a lo material, a este pensamiento habría que agregar que esa manifestación se agrava cuando la exhibe otra persona, ¡quién diría que ese sentimiento desbordado contemplado en el número diez provocaría que, bajo su influjo, se fuera capaz de infringir los otros nueve!

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