Sin detenernos en cuál sea la definición más exacta… lo que sí está claro es que el Estado no es más que un grupo de hombres dominando a otros. Y que la legalidad los respalda.

Los hombres del Estado son igual de mortales que el ciudadano común, con sus virtudes y sus defectos. Igual de viciosos, codiciosos, egoístas… Solo que desde el poder se venden como “moralmente superiores” y sus fechorías son más fáciles de encubrir.

Socialistas y comunistas ignoran esta realidad y siempre están creyendo que un Estado grande y planificador es lo ideal… con la ingenuidad de que si antes no ha funcionado para hacer una sociedad más próspera, “con otros hombres a cargo (más honestos y virtuosos)” funcionará mejor.

Los libertarios lo tienen mucho más claro. Y por eso propugnan porque el Estado (o grupo de hombres comunes y corrientes con poder) se reduzca a una mínima expresión. Precisamente para reducir oportunidades de corrupción y abusos… y convencidos de que la verdadera justicia es que los ciudadanos estén libres del poder de otros sobre ellos.

Pero esto es difícil de entender. Y desde principios del siglo pasado se ha comprado la utopía de que el Estado es una especie de ser superior que debe protegernos y suplirnos de un montón de cosas: resolver crisis, asistir a los pobres, mantener vagos, cuidar el medio ambiente, educar (o adoctrinar) al pueblo, sanar enfermos, dar subvenciones, evitar que el marido le pegue a la mujer, prohibir que el depresivo se drogue, vigilar que el comerciante no abuse con los precios, ser refugio de inmigrantes, organizar ferias del libro (aunque el pueblo no lea), patrocinar películas (aunque resulten un clavo), determinar qué se puede decir y qué no (“para no ofender”)…

En fin… se le ha pedido tanto, que en bandeja de plata se les puso a los burócratas el pretexto perfecto para sacar más dinero del contribuyente y crear más instituciones. La mayoría de ellas no satisface los reclamos iniciales, pero bien que les ha financiado buenos vinos y mariscos a sus incumbentes.

Como resultado, casi todos los países en Occidente (incluyendo la República Dominicana) tienen un Estado enorme, ineficiente, agobiado de deuda, y que asfixia a su clase media con todo tipo de impuestos y cargas para poder operar.

Porque ¿quién iba a pagar sino uno?

Entonces te cobran cuando compras alimentos, cuando compras gasolina, cuando te fajas a trabajar, cuando te arriesgas a emprender, cuando alquilas un local, cuando heredas un solar, cuando viajas, cuando das empleo productivo, cuando fumas, cuando usas internet, cuando te bebes un traguito, cuando usas el celular, cuando ahorras…

Se camina a paso firme hacia un Estado totalitario, metido en todo. Ante la indiferencia de una sociedad anestesiada, que se la pasa viendo tik tok o preocupada por unas tortuguitas en extinción. Que no entiende bien el peligro que esto significa.

La desgracia estriba en que a ningún político (aunque se venda como libertario) le conviene desmantelar todo este aparataje inútil cuando llega al poder. Hacerlo puede implicar incluso que lo tumben.

Porque ningún político llega solo. Y solo desde un Estado grande puede devolver favores y emplear compañeritos. Es una especie de juego trancado. Sin esperanza alguna de un verdadero cambio.

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