Para amar la ópera no se necesita inicialmente entenderla. Basta con escucharla. Tal vez por eso ninguna composición, salvo la Traviata, de Verdi, ha ganado más fanáticos para el género que La Bohemia, una obra en cuatro actos de Giacomo Puccini, con libreto en italiano de Luigio Illica y Guiseppe Giacosa. Está inspirada en una novela sobre las experiencias de jóvenes bohemios del barrio latino de París a mediados del siglo XIX, y se centra en la relación sentimental entre Rodolfo (tenor lírico spinto) y Mimí (soprano lírica), y que concluye dramáticamente con su muerte por efecto de la tuberculosis, lo que hace llorar desconsoladamente a su amante quien grita desesperado su nombre (¡Mimí…! ¡Mimí…!), en un estremecedor final.

Desde su presentación en 1896, en Turín, bajo la dirección del joven Arturo Toscanini, La Bohemia ha sido una de las óperas más populares, figurando por años como una de las favoritas de los productores y cantantes, a pesar de que inicialmente no fue bien acogida por la crítica. Se la considera una de las obras más representativas del compositor, cuyo legado incluye un extenso repertorio en el que figuran algunas de las más famosas como Tosca, Madame Butterfly, Turandot, que dejó inconclusa al morir, Gianni Schichi, cuya aria para soprano “O mío babbino caro” es una de las más interpretadas; Manon Lescaut y La fanciulla del west, famosa esta sobre todo por el aria para tenor Ch’ella mi creda, de extraordinaria belleza y lirismo.

Sin desmedro de la incomparable musicalidad de los tres actos finales, en el primero están varios de los momentos que hacen de La Bohemia una experiencia inolvidable, como el aria en la que Rodolfo y Mimí se cuentan sus vidas y su naciente amor, el primero con Che gélida manina (Qué manos más frías) y ella Sí, mi chiamano Mimí (Sí, me llaman Mimí), a lo que luego sigue el dúo O soave fanciulla (¡Oh! Dulce muchacha), difícil de olvidar.

Posted in La columna de Miguel Guerrero

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