Ni el comunismo ha podido con el sentido del humor cubano, ni siquiera en el ámbito oficial. Tal vez por eso, en junio del 2008, después de medio siglo, el régimen admitió que estuvo equivocado. La dinastía Castro le dijo al pueblo que “igualitarismo” y “paternalismo”, conceptos sobre los cuales se cimentó la revolución, eran inconvenientes al comunismo y que a partir de esa admisión se les pagaría a los trabajadores por lo que producen.
En el más fiel estilo del capitalismo de los terribles años veinte, que la iglesia y el mismo régimen han calificado de “salvaje”, el ministerio del Trabajo de Cuba, le hizo saber a los trabajadores que “si es dañino darles menos de lo que les toca, es dañino también darles lo que no les toca”. Una sentencia irrefutable en el más elemental razonamiento económico, que tardaron cincuenta años en reconocer.
El anuncio fue recibido como una señal de cambio de rumbo, señal inequívoca de la tragedia que ha vivido ese país. Cambio que apenas sesenta y seis años después les ha concedido a los cubanos el derecho a un celular y a poseer una computadora, con la salvedad de que el gobierno se reserva la potestad de conceder el acceso a la Internet.
La revolución degeneró muy pronto en una tiranía, en la que un escrito es todavía una amenaza a la seguridad del Estado. En el sentido estricto de la palabra, lo que allí reina es una monarquía hereditaria, tras casi siete décadas de ejercicio absoluto del poder. Por eso pudo el monarca, debilitado por la edad y los quebrantos de salud, cederle el mando a su hermano, de casi su misma edad, sin necesidad de consultar a nadie, ni siquiera al aparato partidario y este, después, traspasárselo a un monigote. La ilusión que esa revolución provocó en sus inicios continúa fascinando a aquellos que se resisten a aceptar lo que ella realmente representa. Aceptarlo sería para esa gente demasiado doloroso.